El reto de teletrabajar de manera efectiva

Por José Miguel Bolívar

«Trabajar con éxito desde casa es una habilidad, como programar, diseñar o escribir. Se necesita tiempo y compromiso para desarrollar esa habilidad, y la cultura tradicional de la oficina no nos da ninguna razón para hacerlo».  Alex Turnbull

Teletrabajar de manera efectiva es una competencia

La palabra «trabajar» tiene un significado distinto según hablemos de trabajo del conocimiento o de trabajo manual. En el primer caso, «trabajar» está asociado a lo que haces —al margen de dónde lo hagas— mientras que, en el segundo, «trabajar» está asociado al lugar al que tienes que ir para hacer tu trabajo.

Por su propia naturaleza, una de las características del trabajo del conocimiento es que es innecesario —y más aún con los medios actualmente disponibles— coincidir en el tiempo y en el espacio con otras personas para lograr resultados.

Un error muy común es pensar que trabajar de forma remota es —salvando las obvias diferencias —muy parecido a hacerlo desde la oficina, cuando lo cierto es que se trata de formas de trabajo distintas que a su vez requieren competencias distintas.

Cuando esto no se entiende, el teletrabajo se convierte en una pesadilla, ya que teletrabajar mal amplifica y agrava las disfunciones existentes en el trabajo presencial.

También hay que tener presente que para ser una persona efectiva —en este nuevo entorno o en cualquier otro— necesitas cambiar una serie de comportamientos y que esto requiere un proceso de transformación que exige esfuerzo, paciencia y compromiso por tu parte.

Una oportunidad para mejorar

Empezar a teletrabajar de manera habitual ofrece una ocasión fantástica para reevaluar tus hábitos de trabajo, corregir errores e incorporar buenas prácticas.

Algo a tener en cuenta al empezar es que la tecnología es simplemente un medio para tu efectividad. Dale solo, por tanto, la importancia que tiene y tómatelo con calma. Puede que lleve un tiempo que todo funcione como esperas y sepas gestionarlo con fluidez.

Lo realmente importante es analizar qué haces actualmente para, a partir de ahí, decidir qué seguir haciendo, qué dejar de hacer, qué evitar hacer y qué empezar a hacer.

Qué hay que seguir haciendo

Teletrabajar es distinto de continuar la jornada laboral en casa o de trabajar ocasionalmente en vacaciones. Aunque esto es obvio, a menudo se olvida o se pasa por alto. Es cierto que teletrabajar conlleva flexibilidad horaria, pero también tendrás que estar ocasionalmente disponible para interaccionar con otras personas.

Por eso, la buena práctica al teletrabajar es mantener rutinas similares a las que sigues cuando vas a trabajar físicamente a la oficina en lo que se refiere a horarios o cuidar tu apariencia.

Qué hay que dejar de hacer

Teletrabajar te brinda una ocasión inigualable para dejar a un lado malas prácticas, como vivir pendiente del email, el teléfono o las aplicaciones de mensajería (llámense Teams, Hangouts, WhatsApp o cualquier otra). Comprueba estas herramientas con la frecuencia necesaria, pero el resto del tiempo siléncialas y asegúrate de dedicar bloques de tiempo continuo a tu trabajo.

Otra buena práctica productiva es dejar de pasarte el día en reuniones en lugar de trabajar. Como decía el maestro Peter Drucker, «una organización en la que todo el mundo se reúne a todas horas es una organización en la que nadie hace nada».

Antes de asistir a una reunión, asegúrate de que hacerlo va a aportar valor a la reunión o te va a aportar valor a ti. Si no lo sabes, indaga antes y, en caso de duda, no asistas.

Qué hay que evitar hacer

Uno de los riesgos que conlleva teletrabajar es el de facilitar la procrastinación. El hecho de no estar en un lugar público bajo la mirada de otras personas puede hacer que la tendencia natural a la procrastinación se acreciente. Tenlo en cuenta para poder detectarlo y evitarlo. Pista: un indicio claro de procrastinación son las visitas frecuentes a la nevera.

También es habitual que tu nuevo entorno —particularmente si tienes críos— piense que, como estás en casa, estás de vacaciones. A fin de cuentas, ya te han visto antes con el ordenador los fines de semana, ¿no? Para evitar esto tienes que educar a tu entorno sobre cómo comportarse en tu nueva situación. La buena práctica es definir y explicarles una serie de indicaciones visuales que les permita saber cuándo estás trabajando (y no se te puede molestar) y cuándo no.

Otra mala práctica que suele darse al empezar a teletrabajar es la opuesta a procrastinar, es decir, pasar a tener jornadas de trabajo interminables que ocupan todo tu tiempo. Para evitarlo, la buena práctica es seguir algún tipo de horario aproximado —el que mejor se adapte a tus circunstancias —y, cuando llegue el momento, saber decir «por hoy es suficiente, mañana más».

Qué hay que empezar a hacer

Cuando teletrabajas, hay muchas cosas que antes no hacías tú y ahora vas a tener que hacer. Por ejemplo, vas a tener que ocuparte de tu privacidad, tu seguridad o tu salud.

Primero, asegúrate de tener actualizados tu sistema operativo y tu antivirus. Si aún no lo tienes, compra un protector para tu cámara web que permita tapar el objetivo siempre que no la estés usando. Asegúrate también de no dejar el micrófono encendido y de cerrar cualquier programa de videoconferencia siempre que no esté en uso.

Lo segundo es cuidar tu salud. Por una parte, asegurando que el sitio en el que trabajas cumple unos mínimos requisitos de iluminación, ventilación y ergonomía. Si no dispones de monitor, teclado y ratón externos, adquiérelos. El portátil no está pensado para trabajar todos los días y a todas horas con él. Hacerlo no solo es ineficiente sino también perjudicial para tu salud por la posición que te obliga a mantener. Otro aspecto clave es usar una buena silla bien regulada. Evitarás dolores y lesiones de cuello y espalda. Cuida también tu alimentación y los descansos, que puedes aprovechar para estirar y hacer algún ejercicio visual para descansar la vista.

Lo tercero es desarrollar tu efectividad personal si aún no lo has hecho. Hay múltiples recursos en Internet que te pueden ayudar a empezar. La efectividad personal es una competencia transversal imprescindible si eres profesional del conocimiento y desarrollarla es lo que te va a permitir trabajar de forma responsable, autónoma, enfocada, sin estrés, «estando a lo que estás» y con la confianza de estar haciendo lo que tiene más sentido en cada momento.

 

Publicado en GlocalThinking. Post original aquí.

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Redes Productivas: Dependencia Frente a Subordinación

Por José Miguel Bolívar

El fallo está en el sistema, no en las personas.

Peter Drucker

Ya he comentado por aquí en varias ocasiones que las estructuras jerárquicas tradicionales son disfuncionales cuando se trata de trabajo del conocimiento. Sobre esta realidad son cada vez más las voces que coinciden, tanto fuera como dentro de las organizaciones.

Los motivos por los que el cambio apenas se produce, o se produce tan lentamente, son diversos pero yo me quedaría fundamentalmente con dos. Por una parte, la natural resistencia al cambio – reforzada en este caso por el hecho de que quienes deberían promover el cambio serían los principales afectados por él – y, por otra parte, la falta de una ruta clara y segura de transición desde el modelo actual al futuro.

Fruto de esta situación, en los próximos tiempos iremos viendo propuestas alternativas a las tradicionales jerarquías. De hecho, ya hay alguna por ahí. El riesgo que esto conlleva es que no faltarán oportunistas que intenten «colar» modelos supuestamente alternativos y que en realidad sean los mismos perros de siempre pero con distintos collares, algo que ya viene ocurriendo tradicionalmente en el mundo del management.

Del mismo modo que nosotros sabemos por qué los managers no aprenden de management, lo saben también los oportunistas y no van a dudar en aprovecharlo a su favor. Así que es más que probable que veamos un buen número de vistosas puestas en escena con escasa esencia, por no decir ninguna. De hecho, con lo que nos encontraremos en la mayoría de los casos es con un reconocimiento explícito de algo que ya viene ocurriendo de forma tácita desde hace tiempo.

Veamos un ejemplo. En las organizaciones del conocimiento, el modelo jerárquico no funciona. Esto es un secreto a voces. El volumen de trabajo y el ritmo de cambio hace que sea materialmente imposible que los managers tomen todas las decisiones que tendrían que tomar según lo establecido. Para solucionar este problema se recurrió al tan socorrido «hacer de defecto virtud» y se «inventó» el empowerment (empoderamiento).

La invención del empowerment es brillante, porque reviste de valor una incapacidad del sistema. Pero lo cierto es que el manager no empodera porque quiere sino porque no puede no empoderar. De hecho, lo que sucede la mayoría de las veces es que las personas se empoderan ellas solas. Si lo pensamos, no empoderarte es lo mismo que aprovecharte de las ineficacias del sistema para «escaquearte». Por otro lado, lo que ocurre cuando el manager se resiste al empoderamiento es que nos encontramos con el micro-management (micro-gestión) y el sistema funciona aún peor.

Como decía antes, veremos muchas iniciativas en esta misma línea, es decir, revestir de innovación rupturista situaciones que ya son así de facto. El objeto de este post es proporcionar un criterio claro que permita diferenciar las redes productivas de todas estas variantes de las estructuras jerárquicas.

Esta distinción es clave porque ambos tipos de estructuras operan en paradigmas muy distintos y eso hace que su capacidad transformadora real sea también completamente distinta. Las redes productivas parten del principio de que la eficacia colectiva eficiente solo es posible cuando la autonomía, el propósito y la maestría pueden alcanzar valores máximos, y eso conlleva operar en espacios de libertad y responsabilidad. Las jerarquías parten del principio de que la eficacia colectiva eficiente solo es posible cuando existe una clara división de roles y responsabilidades, lo cual conlleva operar en espacios de poder.

Retomando el ejemplo anterior, el empoderamiento solo tiene cabida en espacios que giran en torno al poder y es por tanto redundante en las redes productivas. Escribiré en detalle sobre esto más adelante.

Una forma fácil de distinguir una red de cualquier variante de la jerarquía es prestar atención a cómo se toman las decisiones. ¿Cómo se prioriza en una red productiva? ¿Quién toma la decisión en caso de conflicto? ¿Quién tiene la última palabra? ¿Qué nos asegura que se alcancen los objetivos?

Las jerarquías están tan viciadas que son incapaces de buscar soluciones fuera de sí mismas. Todo gravita alrededor de ellas y está orientado a consolidarlas y perpetuarlas. Sin embargo, en las redes productivas las preguntas anteriores pierden toda su trascendencia. Es más, son irrelevantes. Veamos por qué.

Ya hemos dicho aquí que una red productiva se teje alrededor de un proyecto. Por tanto, los objetivos y las prioridades no vienen definidos por personas, sino por el proyecto en sí. Un proyecto entendido como se entiende en GTD, es decir, como una secuencia ordenada de pasos que conduce a un resultado SMART. Esto facilita mucho las cosas porque sustituye un proceso de toma de decisiones basado en egos y factores subjetivos por otro basado en hechos objetivos, ya que hay pasos que tienen que darse necesariamente antes que otros, al margen de cualquier opinión individual.

Dicho de otro modo, se sustituye un proceso de toma de decisiones subjetivas basado en la subordinación, es decir, en personas que tienen que acatar las decisiones de otras personas, por un proceso de toma de decisiones objetivas basado en la dependencia, es decir, en «qué pasos dependen de qué pasos» en la secuencia de acciones que conduce al resultado.

Esta «objetivación» del proceso de toma de decisiones debería ser suficiente para eliminar buena parte de los problemas que se producen hoy día en las organizaciones jerárquicas en relación con las decisiones. Problemas que rara vez tienen que ver con el cliente y sus intereses y sí, casi siempre, con las luchas internas de poder y los egos.

Y aun llegado el caso en el que la decisión no fuera evidente, la solución también es sencilla. Si hemos dicho que el proyecto surge como respuesta a una necesidad de un cliente, entonces la decisión última la toma siempre el cliente.

Resulta así que la jerarquía no solo no es necesaria sino que molesta. Las decisiones son evidentes a partir del proyecto y, en caso de duda, el cliente decide. Los egos, las luchas de poder, las opiniones y las preferencias personales ajenas al propósito del proyecto solo son obstáculos.

Nos encontramos ante un reto de dimensiones colosales porque los intereses en juego son muchos. Aun así, cada vez resulta más evidente que tiene que haber estructuras alternativas mucho más eficaces y eficientes que las viejas jerarquías y sus variantes. Por eso es prioritario buscar, investigar y probar hasta dar con ellas.

Porque, como el propio Peter Drucker dejó muy claro hace ya algunos años, «La mejor estructura no garantizará los resultados ni el rendimiento. Pero la estructura equivocada es una garantía de fracaso«.

Publicado en Optima Infinito. Post original aquí.

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Amplía tu Mente y Olvida la Complejidad

Por José Miguel Bolívar

Investigaciones recientes en el campo de la psicología han puesto de manifiesto la importancia de contar con un sistema que permita capturar, aclarar y organizar de manera adecuada lo que llama nuestra atención.

Cuando hablamos de creatividad, nuestra mente es capaz de hacer cosas que resultan inalcanzables aún para el ordenador más potente. Su habilidad para relacionar e integrar múltiples y diversas variables en un todo común es impresionante. Nuestra mente es capaz de manejar niveles de complejidad realmente elevados y resolverlos de forma increíblemente creativa.

Pero cuando la fuerzas a pensar en dos problemas de forma simultánea, se colapsa. Mientras mantienes el enfoque en una única tarea que precisa de tu atención, todo va bien. El problema se produce cuando empezamos a distribuir la atención entre dos o más problemas distintos cuyos límites no están claramente definidos.

Parece que cuando nos comprometemos a hacer algo, sea importante o no, urgente o no, personal o profesional, rutinario o extraordinario, y no lo hacemos de inmediato, queda un “hilo de ejecución” abierto en nuestra mente y una parte de ella intenta continuamente ocuparse de él.

Nuestro pensamiento intenta dar cabida a cientos de cosas a la vez, en lugar de centrarse en los objetivos de uno en uno. Esta tendencia, muy acusada por el ritmo de vida actual, hace que nuestra capacidad de atención sea víctima de continuos cortocircuitos.

Para gestionar esta complejidad es preciso usar marcadores de posición que suspendan temporalmente esos “hilos de ejecución” para que nuestra mente se olvide de ellos y tenga un respiro. Es lo que probablemente ya haces con tu agenda o calendario, ya que casi todo el mundo usa un calendario externo, sea en papel o electrónico, en lugar de guardar este tipo de marcadores en sus mentes.

Si el calendario contiene marcadores con todos los datos de reuniones, citas y eventos, y tienes la confianza de que lo mirarás con la frecuencia oportuna, entonces no tienes necesidad de perder el tiempo constantemente pensando dónde ni cuándo tienes que estar en un lugar concreto. Además, cuando consultas tu calendario, puedes liberar tu mente para pensar de forma creativa en lo que necesitas o quieres obtener de esas reuniones, citas y eventos.

El calendario es una buena demostración de un sistema externo diseñado como ampliación de nuestra mente pero hay muchos más ejemplos. Los relojes nos señalan la hora, los indicadores del coche nos recuerdan la velocidad o el nivel de combustible…

Sin embargo, la lista de cosas que han captado tu atención es exponencialmente mayor que los contenidos de tu calendario y, a pesar de ello, casi nunca las detallas de forma tan clara y específica como lo pueden ser una cita o el indicador de combustible del coche.

Y lo cierto es que los principios que deberías aplicarles son los mismos. Porque solo consigues evitar que esos compromisos sin gestionar acosen a tu mente cuando has convertido en hábito el decidir qué significan para ti, qué vas a hacer, o no, con ellos y, para aquéllos con los que vas a hacer algo, pones recordatorios que revisas regularmente.

La paz mental es fácil de conseguir cuando se utilizan las técnicas adecuadas. Lo único que ocurre es que convertir esas técnicas en hábito cuesta.

Si lo piensas un momento, casi nadie necesita clases sobre cómo anotar una cita en la agenda o sobre cómo interpretar el indicador de combustible de un coche. Todo el mundo sabe anotar ideas, pensar qué va a hacer, o no, con ellas y ponerse recordatorios al respecto, igual que todo el mundo sabe revisar una lista y tomar decisiones sobre qué hacer en un momento dado según las circunstancias.

Y a pesar de ello parece que la gente no es capaz de entender que la complejidad que domina sus vidas podría simplificarse enormemente si adoptaran estos sencillos hábitos. Como decía Thomas Sowell, “gran parte de lo que los más exigentes llaman despectivamente ‘complejidad del mundo real’ no es más que la inconsistencia de sus propias mentes“.

Porque solo cuando todos los inputs que irrumpen en tu vida son capturados sistemáticamente; cuando para cada uno de ellos decides qué vas a hacer, o qué no vas a hacer, y qué necesitas para ello; cuando pones recordatorios visibles de lo que vas a hacer y los revisas regularmente; solo entonces tu mente se amplía y la complejidad desaparece.

Publicado en Óptima Infinito. Post original aquí.

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La Jerarquía, ¿Necesidad o Costumbre?

Por José Miguel Bolívar

Hasta que vi este tweet de Xavier Marcet hace unos días, no conocía a Steve Denning. Reconozco que lo que me hizo descubrirlo es que me llamó la atención el “No way!” final de su tweet original, así que hice click y me leí su post.

Francamente, esperaba un poco más de solidez en su razonamiento. Entiendo que Steve escribe fundamentalmente sobre liderazgo, así que me parece lógico que defienda la jerarquía, pero me defraudó la poca solidez de sus argumentaciones.

Denning afirma que en las organizaciones del futuro tendrá que seguir habiendo managers, aunque el rol de estos haya cambiado profundamente. Son varias las razones que esgrime para defender esta afirmación, algunas un tanto pintorescas como que “alguien tendrá que firmar los cheques”, pero la que me parece mejor es la final: “If anything is to get done, an organization has to have managers”, es decir, “si hay algo que debe hacerse, una organización tiene que tener managers“. A mí me gustaría que hubiera explicado un poco más en qué se basa para llevar a cabo esa afirmación. Al fin y al cabo, hay organizaciones con managers en las que se quedan muchas cosas sin hacer y otras organizaciones en las que no hay managers y se hacen muchas cosas…

Pero el camino que emprende Denning para apoyar sus tesis me parece bastante flojito. Lo primero, unas pinceladas de organicismo al más puro estilo Spencer: el cuerpo humano es jerárquico; el lenguaje es jerárquico; la música es jerárquica. La que más me gustó fue la frase “the entire universe is hierarchical in nature” (el universo entero es jerárquico por naturaleza). Imagino que me he perdido algo pero no sé si el carbono va antes en la “jerarquía natural” que el oxígeno o si el padre está subordinado a la madre o es al revés o quién manda a quién, si el agua a la tierra o la tierra al agua.

De todos modos, lo mejor del post para mi gusto es la parte en la que, muy a pesar suyo y contradiciendo todo lo que ha dicho hasta ese momento, Denning se ve obligado a reconocer que hay organizaciones que consiguen que se hagan las cosas y en las que no hay managers. Menciona el caso concreto de Valve, al que de inmediato intenta descalificar diciendo “Valve can let people do what they want, so long as the firm is making a ton of money”, es decir, “Valve puede dejar a la gente hacer lo que quiera, en tanto en cuanto la empresa siga ganando un montón de dinero”.

O sea, que si ganas mucha “pasta” no necesitas jerarquía. No sé, pero a mí se me ocurre que la situación de Valve se puede interpretar de varias formas alternativas, como por ejemplo, “si no tienes jerarquía, puedes ganar un montón de pasta” o “si quieres ganar mucha pasta, elimina las jerarquías”, por citar un par de ellas.

No quiero alargarme más sobre el post de Steve Denning porque no quiero aburrirte y porque tampoco creo que el post lo merezca.

La posición de Denning es la mayoritaria. Es la misma que defienden muchos expertos en management, famosas escuelas de negocio, altos directivos y managers y empleados de todos los niveles. Pero eso no significa que las afirmaciones de Denning sean ciertas.

Lo que es cierto es que en el universo hay cosas que se estructuran de forma jerárquica y cosas que no, que a día de hoy hay organizaciones (las más) cuya estructura es una jerarquía y otras organizaciones (las menos) que no son jerárquicas y funcionan igual de bien o mejor que las anteriores.

También es cierto que el que las cosas hayan sido siempre de determinada manera no implica en absoluto que no puedan dejar de serlo en cualquier momento, del mismo modo que es cierto que el trabajo del conocimiento no ha sido relevante hasta la segunda mitad del siglo pasado y que, por lo general, los nuevos problemas suelen requerir de nuevas soluciones.

Personalmente dudo mucho que las jerarquías desaparezcan en algún momento. Creo que las jerarquías son estructuras funcionales en muchos escenarios imaginables, lo mismo que creo que no son la única estructura funcional posible. Por lo que se está viendo, parece que las estructuras jerárquicas no acaban de responder todo lo bien que deberían a las nuevas necesidades derivadas de la economía del conocimiento hacia la que nos dirigimos, al igual que parece ser que las redarquías podrían ser una estructura alternativa que funcionara mejor.

Aún es este caso, no me atrevería a afirmar que el universo es redárquico por naturaleza ni que las organizaciones del futuro serán redárquicas porque habrán desaparecido los cheques y ya no habrá que firmarlos. Me limito a proponer un modelo que, en mi opinión y según mi limitada experiencia hasta ahora, parece prometedor de cara a resolver los problemas que plantea el trabajo del conocimiento.

Y, como resumen de todo lo anterior, me parece muy importante tener claro que el que algo haya sido siempre de una determinada manera significa únicamente que se ha convertido en costumbre y no implica en modo alguno que sea la única alternativa ni que tenga que seguir siendo así por necesidad.

Publicado en Óptima Infinito. Post original aquí.

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Cambiar el Paradigma del Cambio

Por José Miguel Bolívar

Escribía hace unos meses acerca de los mitos y leyendas sobre gestión del cambio, un tema que, como comentaba en dicho post, me lleva fascinando desde los comienzos de mi carrera profesional.

Se han vertido ríos de tinta, física y digital, sobre gestión del cambio y, a pesar de ello, creo que sigue siendo uno de los grandes asuntos pendientes de resolver, tanto para las organizaciones en general como para los profesionales que se dedican a ello.

¿Qué pasa con el cambio organizativo que lo ha convertido en uno de los principales “puntos de dolor” para las personas que lo viven? ¿A qué se debe que el cambio que finalmente se produce en las organizaciones rara vez coincida con el cambio que buscaban y deseaban quienes lo promovieron? ¿Qué se está haciendo mal en gestión del cambio para que, además de no funcionar, cause tanto malestar?

Las aproximaciones a la gestión del cambio son múltiples y muy diversas o, al menos, eso es lo que podría parecer a primera vista. Sin embargo – y ahí radica parte del problema que estamos sufriendo – esta supuesta diversidad no existe.

Porque, en realidad, las aproximaciones a la gestión del cambio son básicamente dos: quiénes creen que el cambio se puede gestionar y quiénes creen que el cambio simplemente se puede posibilitar. Dicho de otro modo, quienes se consideran agentes del cambio y quienes se consideran catalizadores del cambio. Esto simplifica mucho las cosas y ayuda a comprender por qué pasa lo que pasa.

La aparente diversidad de aproximaciones al cambio lo es por tanto solo en la superficie. Lo que se percibe como distinto es la diferencia en matices pero la creencia que subyace en la mayoría de las aproximaciones es común: el cambio deseado se puede lograr actuando sobre las personas.

Entramos así en un debate insustancial sobre el nivel idóneo de intervención, que a nada práctico conduce. En función de la mayor o menor humildad de quién promueva el modelo de actuación, se utilizará un verbo u otro pero todos ellos implican lo mismo: actuar sobre las personas para que cambien.

Sin ánimo de ser exhaustiva, una posible lista de verbos que emplearían las personas que actúan desde estas aproximaciones, ordenados de mayor a menor “intervencionismo”, sería: forzar, imponer, obligar, implementar, liderar, convencer, inducir, influir, motivar, seducir o facilitar. En el fondo todos significan lo mismo y ninguno de ellos funciona. Es cierto que pueden llegar a funcionar temporalmente, mientras se mantienen artificialmente alteradas las condiciones del sistema, pero tan pronto desaparecen las condiciones alteradas, el sistema vuelve a su posición anterior, luego no se ha producido ningún cambio real.

El paradigma de la gestión del cambio es otra reliquia del siglo pasado equiparable al de la gestión del tiempo o al de la gestión de proyectos. Teorías obsoletas que han evidenciado una y mil veces que no funcionan y que a pesar de ello se siguen usando.

Ni se gestiona el cambio, ni se gestiona el tiempo ni se gestionan los proyectos. Lo que realmente se gestiona son espacios, atención y acciones. Y mientras se siga usando el lenguaje equivocado, difícilmente cambiará la situación, ya que el lenguaje define paradigmas y los paradigmas se viven como realidades.

La nueva aproximación a la gestión del cambio, aún muy minoritaria, opera en un paradigma bien distinto, mucho más humilde y, precisamente por ello, mucho más realista: no se puede lograr el cambio actuando sobre las personas. Únicamente se puede actuar sobre el entorno en el que operan esas personas, ayudando a crear los espacios adecuados y las condiciones idóneas para que el cambio sea posible y se produzca. Y siempre siendo conscientes de que, aún así, el cambio podría llegar a no producirse nunca, ya que las personas cambian únicamente si quieren.

Uno de mis profesores de la Facultad de Sociología me dijo una vez:  “Cuando, hablando de personas, alguien te diga que algo determina algo, desconfía de ello. Las personas no son robots. Nada determina nada en nadie. Algo puede condicionar algo en alguien pero nunca determinarlo“. Cada día me doy más cuenta de la enorme sabiduría que encierra esta frase.

Han pasado más de veinte años desde entonces y desgraciadamente se ha avanzado muy poco. Si se quiere ayudar realmente a que las organizaciones cambien y se adapten a la nueva realidad, lo primero que hay que hacer es evolucionar como personas y como catalizadores – que no agentes – del cambio. Y, para ello, el primer paso es revisar los sistemas de creencias desde los que se está actuando y asegurar que se cuenta con sus últimas versiones actualizadas.

Las personas hacen lo que hacen porque creen lo que creen, pero también creen lo que creen porque hacen lo que hacen. El problema es que mucha gente siempre hace lo mismo en lugar de probar otras cosas. Y eso sucede porque, para probar otras cosas, hay que cambiar primero el paradigma. Dicho de otro modo, es imprescindible actualizar la cartografía mental. Y si alguien me preguntara por dónde empezar, lo tendría muy claro: lo primero de todo es cambiar el paradigma del cambio.

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Inteligencia Colectiva y Conocimiento en Tránsito

Por José Miguel Bolívar

Es probable que hayas oído hablar en alguna ocasión sobre inteligencia colectiva, un tipo de inteligencia que surge de la colaboración entre individuos y que se ha visto muy favorecida y potenciada con la llegada de la llamada Web 2.0, al facilitar ésta enormemente tanto el acceso a la información como la co-creación de contenidos por parte de los llamados prosumidores.

Entre las principales ventajas de la inteligencia colectiva destaca el hecho de que suele permitir llegar a conclusiones mejores que las que obtendrían los miembros integrantes de dicha colectividad de forma individual. En otras palabras, los sesgos e imperfecciones individuales se diluyen dando lugar a un rendimiento intelectual mejorado.

Lo que probablemente no sea tan conocido es que la inteligencia colectiva mejora con la colaboración pero empeora con la cooperación. Dicho de otra forma, la inteligencia colectiva se ve potenciada por el trabajo en red, pero se ve perjudicada por el trabajo en equipo a consecuencia de la aparición del pensamiento de grupo.

Seguro que este dato no sorprende a expertos en redes como Eugenio Moliní pero apostaría a que es algo desconocido en la mayoría de las organizaciones tradicionales que siguen operando ancladas en el paradigma del control.

La primera conclusión que se puede extraer de lo anterior es que cuanto más dirigida esté la gestión del conocimiento, menos favorecida se verá la inteligencia colectiva. Esto no significa que las organizaciones no deban hacer nada al respecto. Más bien, al contrario, significa que deben cambiar de actitud, controlando menos e implicándose más en la creación de espacios colaborativos.

La siguiente conclusión tiene que ver con el hecho de que la inteligencia colectiva es superior precisamente por ser colectiva. Esto implica que el conocimiento individual pierde relevancia y pasa a segundo plano. Nadie ha sido nunca imprescindible pero ahora lo es aún menos. Las organizaciones deben por tanto desmitificar el valor del conocimiento individual y superar su obsesión por capturarlo y retenerlo.

Fomentar el trabajo colaborativo como nueva forma de enfocar la gestión del conocimiento es una estrategia acertada, pero siempre teniendo en cuenta que lo que aporta valor es la existencia, el dinamismo y la actividad de las Comunidades de Práctica (a las que me referiré como CoPs durante el resto de la entrada) y no tanto el conocimiento que sus miembros vuelcan en wikis, foros y herramientas de colaboración.

La salud y calidad de un programa de gestión del conocimiento se medirá por tanto en función de la actividad de sus CoPs más que por la cantidad de conocimiento producido, ya que el verdadero reto no es la producción de conocimiento, sino la participación de forma sostenida.

Es importante que las organizaciones comprendan esto: las herramientas y sus contenidos son sólo un soporte, el exoesqueleto visible de las CoPs. Lo realmente valioso e importante es la conversación constante que tiene lugar bajo ese exoesqueleto.

Las herramientas son sólo medios, catalizadores que facilitan la puesta en común de información y la conversación que se genera a partir de ellos para finalmente traducirse en co-creación de conocimiento.

Los contenidos deben ser el resultado de la colaboración, no su origen ni tampoco su finalidad. Además, el contenido en sí es caduco por naturaleza y su vigencia está íntimamente ligada a la existencia, y sobre todo a la actividad, de la CoP que lo produce y mantiene.

Por tanto, desde el punto de vista de la organización, lo realmente valioso es el contenido que constituye las conversaciones, mucho más que el que se vuelca sobre las plataformas colaborativas.

En la era de la inteligencia colectiva, cuando se habla de conocimiento, hay que entender que éste no reside tanto en las personas como en las redes; que es un flujo continuo a través de nodos; que el conocimiento en su versión más actual es siempre conocimiento en tránsito y que, por consiguiente, la única forma realista de conservarlo actualizado no es almacenándolo en plataformas colaborativas sino creando los espacios para que las CoPs que lo producen y sustentan puedan seguir haciéndolo.

Publicado en Óptima Infinito. Post original aquí.

Del mismo autor en este blog:

Por qué Planificar es Perder el Tiempo

Por qué los jefes arruinan la efectividad

Para seguir leyendo:

La Creación de una Cultura de Colaboración dentro de la Organización

Gestión del cambio en la Era de la Colaboración. De la Jerarquía a la Redarquía

Inteligencia Colaborativa I. Fundamentos

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Por qué Planificar es Perder el Tiempo

Por José Miguel Bolívar

Planificar es una palabra que encierra diversos significados. Por una parte, planificar significa prever, es decir, «ver con anticipación» para «conocer, conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder» a fin de, entre otras cosas, «disponer o preparar medios contra futuras contingencias». Los tres entrecomillados anteriores son los tres significados que da la RAE para la palabra prever. Por otra parte, también según la RAE, planificar significa hacer plan o proyecto de una acción, es decir, establecer una secuencia ordenada de pasos o hitos que deben cumplirse en una serie de plazos determinados a fin de alcanzar un objetivo concreto en una fecha concreta.

El cerebro humano es una «máquina de planificar». Nuestro cerebro está constantemente procesando la información que llega a él a través de nuestros sentidos y estableciendo hipótesis de actuación a partir de ella. Esto ocurre de forma casi permanente, automática y, la mayoría de las veces, inconsciente. Lo bueno de esta forma de «planificación natural» es que es una «planificación dinámica» o, como yo prefiero decir, una «planificación adaptativa», en el sentido que un plan es válido en la medida que las hipótesis que lo generaron siguen coincidiendo con la realidad que va sucediendo. En el momento en que la realidad contradice alguna de las hipótesis de origen del plan, ese plan se descarta y es sustituido por un nuevo plan, el cual incorpora las nuevas hipótesis generadas a partir de la nueva realidad.

A las personas nos encanta planificar porque planificar nos transmite sensación de control. Cuando tienes un plan, sientes que «está todo controlado» y ello te libera del estrés que va normalmente asociado a los riesgos desconocidos. El problema es que el exceso de control genera descontrol, el descontrol produce estrés y el estrés produce ineficiencia.

Como dice el sociólogo Zygmunt Bauman, vivimos en «tiempos líquidos» o, como se dice últimamente, en «entornos VUCA», es decir, entornos volátiles, inciertos, complejos y ambiguos. ¿Qué sentido tiene planificar en esta nueva realidad?

Si por planificar entendemos pararnos a pensar antes de hacer, para «prever» posibles escenarios, sabiendo en todo momento que son escenarios volátiles e inciertos, es decir, que podrían cambiar o incluso no existir, y que son complejos y ambiguos, es decir, que desconocemos de ellos mucho más de lo que creemos y, sobre todo, mucho más de lo que nos gustaría aceptar, entonces vamos por buen camino. Prever para anticipar posibles situaciones nos ayuda a estar mejor preparados ante ellas y además ayuda a enfriar el pensamiento.

Prever es una actividad de valor añadido por la sencilla razón de que pararnos a pensar antes de hacer nos va a permitir obtener informaciones que son útiles y relevantes para la consecución del resultado deseado. Cuando prevemos, estamos trasladándonos con nuestra imaginación a una serie de futuros escenarios posibles desde los que recabar información sobre qué nos ha hecho falta para llegar a ellos, qué oportunidades hemos aprovechado, qué riesgos hemos sorteado o qué contratiempos hemos superado, por citar algunos ejemplos.

Sin embargo, si por planificar entendemos ponernos a «trazar un plan» en función de lo que queremos que ocurra o de lo que creemos que va a ocurrir, tomándolo además como una referencia a seguir o, peor aún, como un compromiso a cumplir, entonces no vamos a ninguna parte. Como he dicho en muchas ocasiones por aquí, a la realidad le importa poco lo que nosotros queramos o creamos. Es lo que tiene la realidad, que va por libre. Dedicarnos a decidir de forma caprichosa y aleatoria qué va a tener que ocurrir en determinados momentos del futuro es jugar a las adivinanzas y el valor que aporta es nulo.

Prever es un ejercicio de humildad en el que aceptamos que el futuro es imprevisible y que simplemente estamos trazando unas hipótesis de partida que nos permitirán empezar a avanzar, sabiendo que gran parte de lo que ocurra será distinto de lo previsto. Cuando prevemos, sabemos que estamos manejando «estimaciones» en lugar de «decisiones». Planificar es un acto de soberbia en el que, o bien creemos que podemos adivinar el futuro, o bien creemos que podemos decidir el futuro. Hay una tercera posibilidad, la estupidez, es decir, sabemos que planificar es inútil porque no podemos adivinar ni decidir el futuro pero aún así planificamos porque todos los demás lo hacen…

Prever es un ejercicio de realismo en el que consideramos qué acciones hemos de realizar, y en qué secuencia, para llegar a un resultado concreto. Poner fecha a esas acciones, y decidir que las cosas serán de una determinada manera y no de otra, es predecir el futuro. Por eso hay que tener mucho cuidado con qué entendemos por «planificar» y en qué tipo de «planificación» nos apoyamos para conseguir resultados.

Planificar entendido como prever significa que el plan está siempre supeditado a la realidad y por tanto es la realidad la que va definiendo el plan. Planificar entendido como establecer hitos con fechas inventadas significa que la realidad está supeditada al plan y por tanto es el plan el que va definiendo la realidad. Como todo el mundo sabe, lo primero suele ser útil casi siempre y lo segundo casi nunca lo es. Por eso prever es invertir en efectividad y planificar es perder el tiempo.

Publicado en Óptima Infinito. Post original aquí.

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Por qué los jefes arruinan la efectividad

Redes de Conocimiento: Vida después del Organigrama

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Los planes nacen muertos, pero tienen que nacer

¿ha muerto la planificación estratégica?

La Planificación, los Imprevistos y Eisenhower o… Covey

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Por qué los jefes arruinan la efectividad

personas-en-las-manos-de-su-jefePor José Miguel Bolívar

Uno de los problemas recurrentes que me encuentro durante los talleres para la mejora de la efectividad personal que facilito es el de los jefes. En contra de lo que cabría esperar, la prioridad número uno para un amplísimo porcentaje de personas no es ni la satisfacción de los clientes, ni la competitividad de sus organizaciones. La prioridad número uno es tener contentos a los jefes. Esto es patético.

Puedo entender perfectamente esta reacción, porque es profundamente humana. Hablamos de instinto de supervivencia. Al final, la inmensa mayoría de las personas trabaja para poder llevar un dinero a casa y, tal y como está montado el sistema actual, el jefe tiene mucho que ver en dos aspectos cruciales relacionados con el tema del dinero: a) cuánto dinero más vas a llevar cada año a casa y b) hasta cuándo vas a seguir llevándolo.

Pero que esta actitud sea comprensible no significa que deje de ser aberrante. He trabajado los suficientes años en Recursos Humanos como para conocer muy bien la calidad promedio de los jefes que pueblan las organizaciones. Y la foto global es para llorar. Sí, por supuesto que hay buenos jefes, incluso algunos de ellos son realmente excelentes. Pero el porcentaje de «jefes paquete» es al menos igual, si no mayor. La triste realidad es que, en el mundo de los jefes, la mediocridad es lo que más abunda y, lo peor, es que gran parte de la culpa no es de los jefes, sino del propio sistema.

Culpables al margen, la competitividad de las organizaciones pasa necesariamente por solucionar el problema de los jefes con carácter inmediato. Que el criterio número uno para un profesional del conocimiento a la hora de decidir qué hacer en un momento dado sea «lo que me ha pedido mi jefe» es sencillamente insostenible.

No hablo únicamente del devastador efecto desmotivador de la falta de autonomía que significa tener que estar permanentemente pendiente del último capricho del jefe, sino de que este modelo de gestión es incompatible con lo que exigen los tiempos actuales. Los jefes son un cuello de botella, un elemento de distorsión más que de ayuda, una distracción permanente sobre las cosas que realmente aportan valor.

No necesitamos líderes. Necesitamos otra cosa. Y no porque lo diga yo. Hace ya años que Drucker lo dejó muy claro y a día de hoy otros referentes como Gary Hamel lo siguen diciendo. El trabajo del conocimiento exige un cambio profundo en la forma de trabajar y parte de ese cambio profundo afecta a los jefes. A día de hoy, está claro que ningún jefe es el que más sabe de todo. Esto pudo ser cierto en algún momento del pasado (lo dudo) pero definitivamente a día de hoy la realidad es otra muy distinta. ¿Por qué entonces tiene que ser el jefe quién dice la última palabra siempre y sobre todo?

En mi carrera profesional he vivido numerosas situaciones en las que jefes, desconocedores de la complejidad real de temas sobre los que decidían, han tomado decisiones contrarias a las que les recomendaba gente de su equipo, que sí sabían de qué hablaban. En todos los casos, estas decisiones acabaron en desastre. Esto es lo lógico y esperable, ya que la calidad de las decisiones depende en gran medida de la calidad de la información y ningún jefe puede tener la información más completa y actualizada sobre todos los temas. Por eso necesita confiar en el criterio de quienes sí tienen la información más completa y actualizada y dejarles que decidan a partir de ella.

Como decía Peter Senge, necesitamos organizaciones inteligentes. Y la mayoría de lo que tenemos a día de hoy son organizaciones obedientes. Cuando hablamos de trabajo del conocimiento, una organización obediente es una organización estúpida, porque es una organización que ni piensa ni aprende, solo obedece. La definición de estupidez de Cipolla dice que estúpido es quién se perjudica a sí mismo y perjudica a otros. Eso es precisamente lo que hacen las organizaciones estúpidas: se perjudican a sí mismas y perjudican a sus clientes y a sus accionistas. En la era del conocimiento, la supervivencia depende de la innovación y como dice mi amigo Andrés Ortega, la desobediencia inteligente es el motor de la innovación.

Quienes siguen apoyando el modelo jerárquico lo hacen porque comparten las premisas de la Teoría X de McGregor, según la cual las personas son un problema. Paradójicamente, esta teoría demuestra ser cierta con bastante frecuencia y hay una explicación para ello. Las personas acaban siendo un problema como resultado de lo que Merton definió como profecía autocumplida, es decir, si tratas a la gente como lo que no es, acabará siéndolo. Si en lugar de dar plena libertad y autonomía, y luego exigir responsabilidades, se coarta la iniciativa y se exige obediencia ciega, a nadie debería extrañarle el resultado.

En realidad, el problema no son las personas, sino las estructuras obsoletas de poder que bloquean e inhiben el liderazgo genuino existente en toda organización. La efectividad organizativa pasa por el desmantelamiento de las estructuras de poder y su sustituición por redes meritocráticas de autoridad, es decir, por estructuras en las que decidan los que saben y no mandan en lugar de los que mandan y no sabenLa productividad está en el compromiso, pero no en esa absurda gestión del compromiso «garrafón» que venden algunas consultoras, sino en el verdadero compromiso, ese que es imposible que exista si no existe autonomía.

Una organización efectiva es una organización en la que cada persona contribuye con lo mejor de sí. Para que esa contribución sea posible, hay que crear los espacios necesarios y en esos espacios hay cabida para múltiples roles: facilitadores, expertos, coaches, mentores y social networkers, entre otros, pero no hay cabida para jefes, porque los jefes arruinan la efectividad.

Publicado en Óptima Infinito. Post original aquí.

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Redes de Conocimiento: Vida después del Organigrama

Desarrollo Profesional: 10 Rasgos del Liderazgo 2.0

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El Arte de la Ejecución: Los 4 comportamientos claves de tu efectividad

Tomar Decisiones Efectivas. Una Cuestión Planificada (I)

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Redes de Conocimiento: Vida después del Organigrama

Por José Miguel Bolívar

desapareciendo-del-organigrama2En un post reciente, Ximo Salas se preguntaba ¿dónde está mi organigrama? y, entre otras cosas, afirmaba que “no han muerto los organigramas” y planteaba la necesidad de inventar un organigrama 2.0.

Por desgracia, es cierto que los organigramas no han muerto… Todavía.

Pero, a falta de saber qué entiende exactamente Ximo por “organigrama 2.0” y en qué tipo de organizaciones considera necesaria su existencia, creo que el concepto “organigrama”, al menos en su sentido tradicional, no tiene cabida en el tipo de organizaciones al que nos dirigimos y al que sin duda llegaremos, por lento que sea el ritmo de aproximación a ellas y por lejano que se vea en el tiempo este momento.

Por otra parte, la muerte, presente o futura, del organigrama, no es un tema nuevo. Sobre ello se ha escrito ya mucho y bien. Vayan como ejemplos este post de Manel Muntada y este otro de Pedro Muro.

Pero al margen de todo lo anterior, la gran cuestión, para mí, sigue siendo: ¿hacen falta o no hacen falta organigramas en las organizaciones post-industriales o, como yo prefiero llamarlas, en las organizaciones del conocimiento?

El modelo utilizado por las organizaciones de la Era Industrial para vertebrarse es la jerarquía, es decir, una estructura que ordena sus elementos en función de criterios de superioridad o subordinación entre personas.

Esta estructura parte de un modelo, el de administración burocrática, que asume como principio de eficacia la división del trabajo expresada como división de roles y responsabilidades y que, por tanto, busca como objetivo primordial optimizar la transmisión y ejecución de órdenes o instrucciones.

Si pensamos en la tradicional cadena de montaje, el modelo tiene sentido. Hay personas cuya responsabilidad es pensar, evaluar alternativas, encontrar soluciones, evaluar riesgos y plantear opciones. Otras personas son responsables de tomar decisiones y asumir riesgos. Otras son responsables de transmitir esas decisiones de manera rápida y efectiva y de supervisar que se llevan a cabo fielmente. Y otras, finalmente, son responsables de ejecutar esas instrucciones.

Y además, para hacerlo todo más fácil, la información viaja en una única dirección, sin retorno.

Pero, ¿qué pasa cuándo, además de “hacer”, todas las personas de la organización deben también “pensar” y “decidir”? ¿Qué ocurre cuándo es deseable que la información viaje en múltiples direcciones y en tiempo real?

En estas circunstancias, el organigrama no solo deja de ser útil sino que se convierte en uno de los principales obstáculos para el rendimiento organizativo.

Cualquiera que conozca cómo funciona una organización del conocimiento “por dentro”, sabe que a día de hoy el organigrama se ha convertido en un elemento decorativo y costoso; una reliquia organizativa al servicio del ego de unos pocos; un reducto del paradigma del control que perpetúa la mediocridad y obstaculiza la innovación.

Hoy, ocupar una posición determinada en un organigrama no indica ni cuánto sabes ni lo valioso que eres como profesional. Solo indica cuánto puedes llegar a incordiar al resto de la organización si te lo propones.

Los organigramas hoy son el espejo de Blancanieves de una clase directiva en vías de extinción. La zanahoria del “algún día todo esto será tuyo” para los novatos demasiado ambiciosos. Y poco más.

El futuro va por otra parte. En un mundo de sobreabundancia de información, de conocimiento en tránsito, las organizaciones se volverán progresivamente más complejas a la vez que, paradójicamente, más flexibles y dinámicas.

Después de años “aplanando” los organigramas, resulta que el futuro organizativo es multidimensional. Redes de conocimiento que se cruzan y superponen, en constante mutación a lo largo del tiempo.

Redes de conocimiento que se generan a partir de un interés común, como por ejemplo aprender (compartir y generar conocimiento) o un proyecto (conocimiento aplicado). Además, una misma persona podrá jugar no solo uno sino varios roles y estos roles podrán ser los mismos o cambiar según las redes. Roles diversos en redes diversas… La antítesis del organigrama. Y, por supuesto, todo ello en constante cambio.

Hablo de un futuro centrado en las personas y no en las estructuras, a diferencia de las organizaciones actuales, en las que las personas están supeditadas a las estructuras (y a los procesos y a la tecnología).

Un futuro, no tan lejano, en el que lo importante no es cuánto poder tienes sino cuánto sabes -tú personalmente y también a través de tus redes- y, sobre todo, qué sabes hacer con todo ese conocimiento y cómo lo estás demostrando.

En este futuro, cuando el control cede el paso al conocimiento, se manifiesta la inutilidad del organigrama y se hace evidente la necesidad de herramientas que ayuden a navegar con fluidez las redes de conocimiento.

Sea un directorio de perfiles, un buscador social o cualquier otra solución tecnológica, necesitamos herramientas que nos digan, en tiempo real, qué personas saben de un tema en concreto, en qué redes operan, en qué proyectos están trabajando y cómo contactar con ellas para tejer a su vez nuevas redes.

Una imagen que produce vértigo a los alérgicos al cambio, a los zombies organizativos, a los adictos a lo predecible. Pero así es la vida. Diversa, compleja, imprevisible y en constante evolución.

Afortunamente, hay mucha vida después del organigrama. Es más, yo diría que está todo por vivir…

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Por Qué Jerarquía y Liderazgo en Red son Incompatibles

Por José Miguel Bolívar

profesora-y-alumnaYa hemos comentado aquí en alguna ocasión que el futuro de las organizaciones depende en gran medida de la capacidad de éstas para activar y aprovechar la inteligencia de todas sus personas, tanto de forma individual como colectiva, algo que solo es posible desde un nuevo paradigma de liderazgo que deje atrás los viejos modelos personalistas basados en el poder, la autoridad y el carisma. Si lees habitualmente este blog, sabrás que me refiero al  liderazgo en red.

Para comprender la amplitud real de la situación a la que se enfrentan las organizaciones, es preciso entender que hablamos de un grado de cambio organizativo muy superior al que estamos acostumbrados. Para el reto al que nos enfrentamos en esta ocasión no sirven los cambios cosméticos, los típicos “cambiar todo para que todo siga igual” tan habituales en nuestras organizaciones.

En esta ocasión hablamos de cambio genuino. Hablamos de la necesidad de que se produzca un cambio profundo y duradero; de un cambio auténtico. Del tipo de cambio que no se puede imponer, que no se logra con las tradicionales estrategias de “gestión de cambios” a las que nos tienen acostumbrados las grandes consultoras. Hablamos, en definitiva, del tipo de cambio que únicamente se produce como expresión de una voluntad real de cambio por parte de las personas.

Es fundamental ser conscientes de esto, porque la transformación que precisan las organizaciones para su supervivencia solo tendrá lugar si cambia, de verdad, la totalidad de sus personas o, al menos, una masa crítica suficiente de ellas.

El motivo por el que la jerarquía dificulta este nuevo liderazgo es porque se trata de una estructura que se basa en el viejo paradigma y ese paradigma es incompatible con el actual. Veamos por qué.

El viejo paradigma del control busca la eficiencia en la ejecución y para ello se centra en buscar las estructuras más efectivas para que las órdenes se transmitan desde quienes las toman a quienes las ejecutan de forma rápida y sin cuestionarlas. Por esta razón, la jerarquía es una estructura que mantiene el “statu quo”, ya que busca la obediencia y la conformidad, no la discrepancia. Es lógico, porque su fin no es la innovación sino la transmisión y ejecución de órdenes, pero la innovación exige cuestionar el “statu quo”, explorar nuevos caminos, correr riesgos… Evidentemente, ejecutar sin pensar ni cuestionar choca bastante con la necesidad de activar la inteligencia colectiva.

Por otra parte, el viejo modelo se apoya y parte de una premisa clara: no todo el mundo sirve para ser líder. Esto pudo tal vez ser cierto en otros momentos históricos, en los que el acceso al conocimiento era mucho más restringido, pero desde luego no lo es hoy. La realidad de la que parte el liderazgo en red es precisamente la contraria: cualquier persona puede ser líder en un momento dado para una misión concreta.

El funcionamiento del liderazgo jerárquico implica además que es una minoría quién decide qué personas deben liderar la organización. Esta minoría se auto-erige como minoría cualificada, como minoría que está “mejor y más capacitada” para tomar esta decisión. Probablemente sea este el hecho que más frontalmente choca con el nuevo estilo de liderazgo que necesitan las organizaciones, ya que cae en una contradicción que deja patente el verdadero valor que se otorga a la inteligencia colectiva. Si realmente se cree en la premisa de la que parte la inteligencia colectiva “todos nosotros somos más inteligentes que cualquiera de nosotros”, ¿por qué entonces “solo unos pocos de nosotros deciden quiénes deben liderarnos a todos nosotros”?

Los líderes jerárquicos lo son simplemente porque así lo ha decidido la estructura jerárquica, no por criterios meritocráticos. Y todos sabemos que los criterios de elección obedecen con más frecuencia a intereses personales y a estrategias de poder que a capacidades reales. Y si esto no fuera así, sobrarían los cursos de liderazgo y de desarrollo directivo. En línea con lo anterior, el liderazgo en este paradigma es una cualidad que, al menos en parte, se presupone en las personas que ocupan determinadas posiciones en la jerarquía. Esto significa que el origen del liderazgo no es únicamente la persona sino también la posición que ocupa. En otras palabras, hablamos de un liderazgo basado en el poder, no en la influencia. En este sentido, la capacidad real de liderar es secundaria, ya que no existe la opción de no seguir al líder, porque quién no le sigue queda antes o después excluido de la estructura.

Por último, la jerarquía es el gran enemigo de la diversidad, algo absolutamente esencial para las organizaciones que tienen en sus personas su principal activo. No hay más que ver la estructura social de las jerarquías que dirigen las organizaciones tradicionales, al menos en sus niveles superiores. Son estructuras monolíticas en cuanto a género, edad, formación académica y valores, por citar solo unos cuantos de los muchos factores a considerar. ¿Alguien cree realmente que en organizaciones así la diversidad real es posible?

Todo lo anterior nos lleva a que, en las viejas organizaciones jerárquicas, las ideas se seleccionan, sobre todo, en función de quién las propone, apoya o impulsa. Para agravar la situación, quiénes las proponen, apoyan o impulsan son una minoría no representativa de la organización y poco diversa en cuanto a creencias, experiencias, visión y valores.

En las organizaciones del siglo XXI, una idea no puede seguir siendo valorada en función de quién la tiene o de quién la defiende, sino únicamente en función de su valor real como idea, algo que se sabrá si la idea consigue un respaldo colectivo suficiente para ser prototipada y, a partir, de ahí, en función de lo buena o mala que demuestre ser. Si tenemos en cuenta que las buenas ideas suelen conllevar cambios sustanciales en el statu quo, es poco probable que la jerarquía las fomente.

Por eso jerarquía y liderazgo en red son incompatibles, porque la jerarquía está al servicio del poder y la red está al servicio de las ideas.

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