¿Qué define a los buenos jefes?

Por Xavier Marcet

Hay quien se especializa a lo largo de su vida en tener malos jefes. Aunque hay mejores cosas en las que especializarse porque tener buenos jefes es muy importante para la singladura profesional. A la pregunta de qué te ha marcado en tu experiencia laboral, qué te ha generado un profundo salto en tu trayectoria, siempre está una respuesta que se repite entre mis alumnos: ciertas personas marcan a fuego nuestra trayectoria y devenir profesional. A veces citan a sus maestros de escuela, o de la universidad, pero lo habitual es acabar hablando de jefes, entre gratitud y admiración algunos han logrado crear resultados extraordinarios en sus vidas profesionales.

Los buenos jefes son esos que crean perímetros naturales dónde las reglas básicas son el respeto y el aprendizaje. Respeto más allá de las jerarquías, y aprendizaje como sustento de relaciones cotidianas. De hecho, respetamos a los jefes de los que aprendemos. Esa gente que no convierte el conocimiento en un arma arrojadiza sino en una invitación al crecimiento personal. Esos jefes que combinan bien el dominio de sus áreas de responsabilidad con competencias básicas para crear espacios de relación humana. Los buenos jefes desarrollan a su alrededor cadenas de inspiración. No son engreídos que se regocijan dando lecciones, son caminantes de un saber siempre en evolución y nos invitan a compartirlo. Los buenos jefes son gente sólida y, por tanto, dudan.

Un buen jefe es alguien que desprende autenticidad. Sin hacer de la coherencia una heroicidad es alguien que favorece que las cosas sean verdad. Alguien que prefiere de un modo natural la honestidad. Cuando todo se torna transparente, encontrar personas confiables, poco abonadas al paripé, es vivir en la zona más interesante de la realidad profesional.  Un buen jefe no es el que te motiva con estímulos de todo a cien, es alguien que te sugiere venir motivado de casa y se esfuerza en no desmotivarte. No es ese paternalista que suple con condescendida sus propias limitaciones directivas. Es alguien que te sugiere visiones para trazar caminos profesionales ambiciosos. Un buen jefe es quien te abre horizontes cuando tú te enfrascas en barrizales. Alguien de quién comprendes que pensar en grande no es tanto una cuestión de dimensión como de desarrollar una lógica de impacto diferencial. Es quien cuando uno se crea laberintos te invita a veredas de mayor claridad. Sin un buen jefe es muy difícil aprender a gestionar la complejidad.

Un buen jefe no es tanto alguien que manda como alguien te enseña a liderar. No propone un juego de autoridad anticuada, en la que las cosas son porque sí, por inercia. Crea una relación donde las decisiones se desprenden de un porqué asumido como la razón última de la existencia de una organización o de un proyecto. Los buenos jefes manejan los porqués sin prosopopeya. Es su forma de servir a los demás desde egos contenidos.

Un buen jefe es el que sabe gestionar los esfuerzos y las urgencias. El esfuerzo es lo que viene después del cansancio y las urgencias son los acelerones que siguen a la agilidad. Los buenos jefes no lo declaran todo urgente ni exigen esfuerzos sin priorizar. Aportan fluidez a los proyectos, los lubrican casi sin que se note. Normalmente proponen tempos profesionales muy intensos. Pero la intensidad se vive distinto si las cosas tienen sentido y uno se siente crecer al hacerlas. Un buen jefe es alguien que escucha y que comunica sin la necesidad de decirlo todo. Normalmente los buenos jefes no son unos pesados, cultivan brevedades densas.

Un buen jefe es quien empodera sin centrifugar fracasos. Alguien que encuentra agenda para delegar. El que nos invita a tirarnos a piscinas desconocidas en las que aprender haciendo pero que acude ante la necesidad. Delegar es la base de los jefes que crean buenos equipos. Los malos jefes se rodean de egos en grupo. La diferencia está en la confianza y en los automatismos que hacen que un equipo genere un rendimiento sostenido mucho mejor que grupos de individuales por buenas que sean.

Un buen jefe no es un iluso que cree que todo el mundo es bueno y talentoso. Sabe exhibir seriedades oportunas y procura combinar incentivos y presiones que tiendan a resultantes equilibradas. Los buenos jefes exigen y reprenden, pero no pierden ni el respeto ni una lógica de aprendizaje profunda. Los buenos jefes ayudan a crecer a los que muestran talento y compromiso y explican con hechos lo que supone la meritocracia a los indolentes. Un buen jefe es alguien con empatías ágiles. Se ponen en lugar del otro muy rápidamente pero no necesariamente para  compartir todos los puntos de vista. Tienen criterio. Los buenos jefes saben manejar el talento y el no – talento.  Establecen lógicas de una meritocracia consistente e intentar avanzar en sus trayectorias escogiendo colaboradores que le sean mejores en algo significativo.

Encontrar buenos jefes no es fácil.  Sé que habrá gente que haya leído este artículo y piense cómo salir del perímetro de un jefe tóxico y mediocre. Puede ser que haya gente que nunca hayan encontrado buenos jefes y se pregunten ¿cómo hacerlo desde abajo cuando a uno le indican dónde debe estar? Pues ninguna frivolidad. Hay que ganárselo. Hay que buscar personas y organizaciones donde podamos crecer, dar el máximo de nuestro potencial. Hay que trazar estrategias personales para acercarnos a gente que nos impulsen como una palanca, personas generosas que no necesiten imponerse a nadie para afirmarse. Luchar por tener buenos jefes que nos propongan cadenas de aprendizaje e inspiración es definitivo para poder crecer profesionalmente y humanamente. Muchos de los que tuvieron buenos jefes un día les tocará asumir el rol y entonces serán ellos los interpelados a entender que ser buen jefe consiste sobretodo en tener visión y saber servir a los demás.

Artículo previamente publicado en La Vanguardia.

Publicado en Sintetia. Post original aquí.

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¿Cuántas veces decimos sí queriendo decir no?

por Àngels Mora

Comunicarse eficientemente con los demás, con precisión y empatía y dejando una imagen positiva ante nuestros interlocutores es una de las funciones clave de la vida en sociedad.

Es un proceso complejo en el que debemos poner en práctica las habilidades aprendidas y nuestro talento natural (como el dominio del lenguaje oral y gestual, el don de la oportunidad, la adecuada gestión de las emociones, el encanto personal…). Además, hemos de combinar la tolerancia necesaria para aceptar y entender al otro con la capacidad de expresar nuestras opiniones o preferencias.

Hay dos cosas que a muchas personas les resultan problemáticas: pedir favores y decir “no”. Centrándonos en esta última cuestión, dar respuestas negativas supone un esfuerzo, ya que nos empeñamos en caer bien, y resultar tolerantes, amables y diligentes.

Todo empieza en la infancia

Entre las primeras actitudes que aprende un bebé, la de negarse, la de rebelarse ante sus padres, ocupa un lugar preferente. Oponerse es la mejor manera que el niño o niña tiene para afirmarse. Con el paso de los años, la estrategia del “no” va remitiendo, aunque en la adolescencia recobra su fuerza y se erige casi en patrón de conducta.

Pero en la medida en que el joven va asumiendo más responsabilidad y autonomía, le resulta más difícil decir no.

Comienzan a adquirir relevancia planteamientos como los de evitar problemas innecesarios y propiciar un buen ambiente con su entorno, caer bien a los demás, evitar las discusiones… El problema surge cuando esta tendencia se consolida y, por timidez, comodidad o pragmatismo, se convierte en hábito.

Hay que diferenciar entre no contrariar a nuestros interlocutores porque coincidimos con sus opiniones o planteamientos y hacerlo por sistema, en cualquier circunstancia. Si no manifestamos nuestro desacuerdo cuando discrepamos en cuestiones importantes, o si hacemos lo que consideramos inapropiado o perjudicial para nuestros intereses, anteponemos las necesidades, opiniones o deseos de los demás a los nuestros. Esto puede causarnos, además de los previsibles perjuicios de índole práctica, problemas de autoestima, y puede trasmitir de nosotros una imagen de personas con poco criterio.

Tras esta conducta complaciente puede hallarse la creencia de que llevar la contraria o no aceptar tareas que consideramos incorrectas o que no nos corresponden conduce a que se nos vea (o nos veamos) como egoístas.

Muchos piensan que eso es lo peor que les pueden llamar. Asumen que la generosidad, la compasión, la empatía y la incondicionalidad son atributos positivos, y del todo contrapuestos al egoísmo natural y hasta cierto punto, lógico de las personas.

¿Por qué el miedo a decir no?

Algunas personas sufren cada vez que se han de negar a algo, bien sea por miedo a defraudar las expectativas de otros, bien por temor a no dar “la talla” o a no saber argumentar su negativa, o por simple pereza y comodidad. Se trata, en definitiva, del miedo a no ser valorados y queridos. Nuestra necesidad de ser valorados y tenidos en cuenta puede llevarnos a mostrar una constante disponibilidad a todo, lo que nos sume en una dependencia no solo de los demás, sino de esa imagen desde la que actuamos.

Esa dependencia dificulta nuestra evolución personal, dinamita nuestra autoestima e imposibilita el libre ejercicio de la responsabilidad que propicia unas saludables y equilibradas relaciones de interdependencia con los demás, en las que decimos “sí” cuando lo consideramos adecuado y en las que mantenemos vigente la posibilidad de decir “no”.

La fuerza del sí

Un “no” a secas resulta demasiado tajante; después del “no”, conviene decir “sí”, aunque sea a la postura contraria de la de nuestro interlocutor, proporcionando alternativas, exponiendo y defendiendo nuestros argumentos con convicción y firmeza, sin herir ni menospreciar a nadie. Y esto solo es posible si previamente sabemos decir “no” sin sentirnos culpables por ello. Cuando queremos decir “no” pero decimos “sí”, estamos desvalorizando nuestro “sí”, ya que, de puro rutinario, lo hemos despojado de su valor. Y desvalorizar nuestra afirmación es hacerlo con nuestro crédito como personas que tienen criterio propio.

Hemos de buscar un equilibrio que nos permita ser tolerantes y comprensivos, pero habilitando un espacio para expresar nuestras discrepancias. Si cedemos siempre, nos estamos haciendo daño.

Si no somos capaces de decir “no”, pensaremos que a los demás les puede ocurrir lo mismo. Y, cada vez que nos digan “sí”, dudaremos de si realmente es una respuesta sincera, y por ende, si le importamos a nuestro interlocutor.

Ser nosotros mismos

Conectar con nuestras necesidades, atender a lo que queremos y necesitamos, priorizar cómo estamos en cada momento, nos obliga a saber decir “no”. En ocasiones, decir “no” es necesario para conocernos, para significarnos y mostrarnos al mundo tal como somos. Desde la sinceridad empática (acercándonos a la situación del interlocutor), entablaremos unas relaciones de autenticidad en las que impere un diálogo más veraz, fluido y constructivo. Y podremos decir que sabemos con quién hablamos y cómo se encuentra la persona con la que lo hacemos. Hay demasiadas relaciones vacías, formales, vestidas de cordialidad y buenos modales. Una cosa es la sociabilidad y otra muy distinta, la hipocresía del “quedar bien” a toda costa.

Publicado en Human Performance. Post original aquí.

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El riesgo de la mediocridad

Por Xavier Marcet

Post publicado en  Sintetia  el 1 de mayo de 2015

El principal rasgo de la empresa mediocre es su falta autenticidad. Falta autenticidad en el trato a los clientes. Falta de liderazgos auténticos. Jerarquías que pesan más que los argumentos y jefes de los que ya nadie aprende  por qué optaron antes por la arrogancia que por la necesidad de reaprender. Organizaciones en las que pensar en grande molesta por qué pone en evidencia. Consejos de administración que ya solamente saben leer números. Empresas en las que hay más gente procrastinando que creando. Empresas en las que la inercia acaba en indolencia y en las que las ortodoxias derrotan siempre a las dudas. Estas son empresas mediocres, envueltas en su bucle, en las que el talento cada vez quiere estar menos. Las empresas mediocres creen que a la gente de talento solamente le interesa el dinero y no entienden que lo que les interesa sobretodo son espacios dónde continuar desarrollando su talento. La mediocridad es un la anteposición de los límites, la definición perfecta de los imposibles, la entronización del presente como todo horizonte. Una empresa es mediocre cuando la media de sus profesionales son mediocres, son poco generosos, son críticos solo con los demás, les importan poco los proyectos, les importan relativamente los clientes, se importan básicamente a sí mismos.

Como dice el gran Jorge Wagensberg, la mediocridad es una decisión personal (http://cultura.elpais.com/cultura/2014/12/30/babelia/1419955867_296087.html). En las empresas, en las instituciones, en las universidades, pasa lo mismo. La mediocridad es una decisión, tomada por sus líderes o aprobada clamorosamente en asambleas, pero es una decisión. La omisión es una forma habitual de decisión sobre la militancia en la mediocridad. Y ¿cómo huir de la mediocridad? ¿Cómo romper esa regla por la que talento atrae talento y mediocridad atrae mediocridad? Pues empezando por uno mismo. Buscar nuestra autenticidad en nuestro entorno personal y en nuestro entorno corporativo. No hay nada más mediocre que esperar que le rescaten a uno de su propia mediocridad. Salir de la mediocridad requiere actitud, esfuerzo y fomentar  una espiral infinita de aprender – desaprender – reaprender. Salir de la mediocridad empieza por no abonarse  a las quejas fáciles ni la autocomplacencia. Lo que marca la línea de flotación de la mediocridad es la actitud ante el aprender, tanto personalmente como corporativamente.

La búsqueda de la excelencia (todavía es útil leer a Peters y a Waterman), la cultura innovadora, la preocupación por el desarrollo de las personas,  una concepción del liderazgo basado en visión y servicio, una misión que abrace a la vez a la empresa y a la sociedad,  y sobretodo un compromiso por la autenticidad, son factores que nos previenen de la mediocridad. En un mundo VUCA como el nuestro, huir de la mediocridad no es huir de la complejidad sino ensayar ágilmente nuevas síntesis que nos permitan explorar sin parar. Las empresas mediocres solamente saben explotar, las empresas de talento saben explotar sus negocios y explorar el futuro a la vez.

Todo el mundo que sostiene una empresa merece mi máximo respeto, puesto que no tiene nada de fácil. Pero a partir de ahí, hay empresas que nos inspiran, que nos interpelan, que nos hacer ser mejores y otras simplemente que no, que aunque sepan ganar dinero, seguirlas nos hundirá en la mediocridad.

La mediocridad está hecha de elecciones. De escoger cómo aprendo, a qué empresa aspiro a trabajar o cómo quiero que sea la empresa que quiero impulsar. También de la visión que elijo para mi mismo y qué pienso que debe ser mi empresa. El manejo de la  mediocridad está siempre en nuestro tejado y depende de nuestras decisiones y de nuestros resultados (más que de nuestras palabras). Que sepamos ahuyentarla o que, cómodamente, nos instalemos en ella, depende de nosotros. Y esto es lo que duele.

(La imagen pertenece a una obra de Alessio Baldovinetti)

Publicado en XavierMarcet.com . Post original aquí.

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Personajes de la Innovación: El Antropólogo

por Paulino Etxebeste

” El verdadero descubrimiento no consiste en encontrar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”  Marcel Proust.

Esta entrada pretende desarrollar aspectos del rol del antropólogo que describe Tom Kelley, en su libro “Las diez caras de la innovación”.

El resumen del libro, os puede servir para entender mejor como se encuadra este personaje dentro del proceso de innovación, tal y como lo entiende Kelley.

1.- CARACTERISTICAS de los antropólogos.

.- Mentalidad de principiante. Incluso con un bagaje educativo amplísimo y mucha experiencia, los que asumen el papel del antropólogo parecen inusualmente dispuestos a dejar a un lado lo que “saben”, las tradiciones e incluso sus ideas preconcebidas.

Poseen la sabiduría necesaria para observar con la mente realmente abierta.

.- Aceptan el comportamiento humano con todas sus sorpresas. No juzgan, observan y sienten empatía.

Cualquiera puede aprender las habilidades y técnicas de la antropología cultural, pero a las personas atraídas por este rol les resulta intrínsecamente gratificante.

.- Sacan conclusiones basándose en su intuición. Estas personas no temen basarse en sus propios instintos para desarrollar hipótesis sobre los fundamentos emocionales de la conducta humana observada.

.- Capacidad de “ver” lo que siempre ha estado ahí. Pueden ver lo que los demás no han visto o no han comprendido porque han dejado de mirar demasiado pronto.

.- Crean “carteras de ideas”. Consideran que sus experiencias cotidianas constituyen un buen material potencial y anotan todo aquello que los sorprende (sobre todo lo que parece fragmentado).

.- Buscan pistas en el cubo de la basura. Indagan nuevos puntos de vista en los lugares y los momentos más insospechados, y más allá de lo obvio; antes de que lleguen los clientes, cuando ya se han marchado, e incluso en la basura si hace falta.

2.- Algunas CLAVES.

.- El descubrimiento consiste en ver lo que todo el mundo ha visto y pensar lo que nadie ha pensado.

.- Los buenos antropólogos no buscan la perfección sino la autenticidad.

.- Para descubrir nueva información, se necesita mucho trabajo de campo.

3.- ACCIONES que aplican los antropólogos.

.- Filmar a los clientes en su medio.

.- Hojear revistas, todo tipo de revistas.

.- Observar y dialogar con los adolescentes. Los adolescentes prueban cosas constantemente, las analizan y les gustan o no. Son creadores de prototipos en estado puro.

.- Observar a las personas que son un poco distintas, que adoran o que odian un nuevo producto o servicio, que tienen opiniones y predilecciones, y que no temen expresar sus sentimientos.

Publicado en el Blog de Paulino Etxebeste. Post original aquí.

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