Razón y emoción en tiempos de incertidumbre

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La semana pasada se celebró en Barcelona un interesante simposio, organizado por la Fundació Joan Maragall, y que llevaba por título “Razón y emoción: sociedad, política y religión”. Durante dos días Barcelona tuvo la oportunidad de disfrutar de un conjunto de debates alrededor de una cuestión que tiene una importancia fundamental.

Sabemos que el binomio razón vs emoción –o, de forma más compleja, razón vs pasión– puede reseguirse de forma clara en las explicaciones antropológicas y éticas de toda nuestra tradición filosófica. Por supuesto, la mera perdurabilidad de una cuestión de debate no garantiza su importancia –a veces hablamos largamente sobre auténticas memeces. Pero, en caso que consideremos que los filósofos reflexionan sobre cuestiones permanentes por lo que tienen de humanas, mientras haya humanidad existe la posibilidad de aprender algo de ellos, de los de ahora y de los de antes. Esta posibilidad no parece desaparecer ni tan siquiera ante las afirmaciones más contundentes que científicos, psicólogos, teólogos y estudiosos de la filosofía propusieron la semana pasada en el citado simposio. Porque ni toda nuestra ciencia, ni su imponente y contrastada capacidad para decir cosas nuevas sobre el mundo, es capaz de llegar tan lejos en la radicalidad de sus preguntas como la filosofía, si es que es filosofía genuina. Ante aquella a veces un tanto arrogante seguridad de algunos, la humildad de ese escéptico provisional que es el filósofo genuino resulta más interesante en su profundidad para buscar el conocimiento. Si es que lo que interesa es buscar verdades y no seguridades, claro está.

Así pues, si volvemos la mirada al pasado con un genuino interés por aprender alguna cosa, nos encontraremos con una interesante tradición de debate girando alrededor de la cuestión de la razón y la pasión. Ya los primeros grandes psicólogos de la historia –es decir, los primeros estudiosos del alma– nos dijeron que podíamos distinguir en nosotros una parte racional y una parte irracional, siendo la primera propiamente humana y, por lo tanto, la que debía orientar a la segunda. Sócrates, Platón y Aristóteles insistieron en la necesidad –no de eliminar la pasión– sino de guiarla con la ayuda de la razón. Esta tradición de equilibrio con predominio de la facultad intelectiva tuvo gran resonancia en nuestra historia y, aún en el siglo XVI, Erasmo de Rotterdam le recordaba a Guillermo, duque de Cléveris, que “la razón hace al hombre y que no hay espacio para la razón allí donde todo sigue el dictado de las pasiones”.

Sin embargo, y a pesar de todo el racionalismo desarrollado a lo largo de la modernidad, los modernos fueron planteando, paulatinamente y de manera sutil, una alternativa fundamental al equilibrio que habían planteado los clásicos –con la notable excepción de los estoicos. Entre los primeros modernos, encontramos a un Hobbes que en su Leviatán afirmaba que lo más fundamental en nosotros es el miedo a la muerte y la consecuente búsqueda de seguridad. Una pasión a la que se añade la razón como calculadora de los medios para satisfacer lo que la primera indica. Algo fundamental había sido alterado de forma radical. Le siguió Spinoza, que a pesar de su crítica a las pasiones y la defensa de la razón planteadas en su Tractatus, dejó claro en su Ética que lo más fundamental en nosotros es un esfuerzo por perseverar en nuestro ser, un conatus que no es otra cosa que un apetito o un deseo consciente –algo que cae en el ámbito de la pasión. El recorrido sería completado por Nietzsche, quien intempestivamente afirmó que somos voluntad de poder y que la razón y el conocimiento son solo instrumentos al servicio de esta pasión fundamental.

No es extraño que todo este recorrido terminara en una edad contemporánea caracterizada por lo que podría llamarse una crisis de la razón, esto es, por la desconfianza en la capacidad racional para resolver las grandes cuestiones de la humanidad. A espaldas de gigantes llegamos a un presente donde esta crisis se conjuga, tal vez no por casualidad, con una sociedad donde consumimos tantas emociones como productos, donde la tecnología nos permite una expresión constante y estridente de lo que sentimos, donde el relativismo afecta por igual a creencias y a emociones y donde, a pesar de que la ciencia cada vez nos cuenta más sobre cómo son las cosas, seguimos sin tener respuestas a la cuestiones más decisivas. Empezando por la pregunta sobre qué vida merece la pena ser vivida o aquella otra sobre qué fin debería orientar nuestra educación. Así, parece que pasado y presente nos invitan a seguir pensando esta decisiva cuestión y, como no podía ser de otra forma, haciéndolo con una actitud abierta pero también prudente ante aquellas perspectivas, como el racionalismo científico o la postmodernidad filosófica, que nos piden abandonar lo que se consideran dualismos caducos.

Publicado en La Vanguardia. Post original aquí.

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