¿Por qué la gente inteligente hace cosas estúpidas?

por Andre Spicer

Pensar es un trabajo duro y hacer preguntas difíciles te pueden convertir al instante en un bicho raro, por eso no es de extrañar que incluso la gente inteligente no use su cerebro todo el tiempo

Fotograma de la serie The Big Bang Theory

Todos conocemos a gente inteligente que hace cosas estúpidas. En el trabajo vemos a gente con mentes brillantes cometiendo los errores más simples. En casa quizá vivamos con alguien que es intelectualmente superdotado pero que, a la vez, no tiene ni idea. Todos tenemos amigos con un impresionante coeficiente intelectual pero que carecen del sentido común básico.

Desde hace más de una década, Mats Alvesson y yo hemos estado estudiando a instituciones inteligentes que contratan a las personas más listas. Siempre nos ha sorprendido cómo estas personas tan inteligentes terminan haciendo las cosas más tontas. Encontramos adultos maduros participando con entusiasmo en un taller de desarrollo del liderazgo que no estaría fuera de lugar en una clase de preescolar; a ejecutivos que prestan más atención a las diapositivas proyectadas que a los cuidadosos análisis; a altos oficiales de las fuerzas armadas que preferirían llevar a cabo maniobras de reposicionamiento de marca que ejercicios militares; profesores que están más interesados en crear estrategias que en educar a estudiantes; ingenieros más centrados en contar buenas historias que en resolver problemas; y profesionales sanitarios que pasan más tiempo marcando casillas que cuidando de sus pacientes. No es de extrañar que muchas de estas personas inteligentes describan sus trabajos como una tontería.

Mientras hacía esta investigación me di cuenta de que mi propia vida estaba plagada de estupideces. En el trabajo pasaba horas escribiendo documentos científicos que solo una docena de personas iban a leer. Preparaba exámenes para evaluar a estudiantes sobre un conocimiento que sabía que olvidarían tan pronto como salieran del examen. Pasaba gran parte de mis días sentado en reuniones en las que sabía que todos los que estaban allí presentes eran completamente inútiles. Mi vida personal era lo peor. Era el tipo de persona que normalmente termina pagando “estúpidas tasas” impuestas por gobiernos y compañías sin pensarlo.

La inteligencia creativa es nuestra habilidad para lidiar con situaciones nuevas. La inteligencia práctica es nuestra habilidad para hacer cosas. En los primeros 20 años de vida, a la gente se le recompensa por su inteligencia analítica. Entonces nos preguntamos por qué los “mejores y los más brillantes” son poco creativos e inútiles en la práctica.

Claramente, tenía un interés personal en tratar de resolver por qué yo, y millones de otros como yo, podíamos haber sido tan estúpidos por tanto tiempo. Después de rememorar mis propias experiencias y leer el creciente conjunto de trabajos sobre por qué los humanos no piensan, mi coautor y yo empezamos a llegar a algunas conclusiones.

Tener un gran coeficiente intelectual no significa que alguien sea inteligente. Los test que miden el coeficiente intelectual solo captan la inteligencia analítica. Esta es una habilidad que reconoce patrones y resuelve problemas analíticos. La mayor parte de exámenes CI no recogen otros dos aspectos de la inteligencia humana: la inteligencia creativa y práctica.

La inteligencia creativa es nuestra habilidad para lidiar con situaciones nuevas. La inteligencia práctica es nuestra habilidad para hacer cosas. En los primeros 20 años de vida, a la gente se le recompensa por su inteligencia analítica. Entonces nos preguntamos por qué los “mejores y los más brillantes” son poco creativos e inútiles en la práctica.

Tendemos a pensar que somos mejores que los otros

Las personas más inteligentes hacen atajos mentales todo el tiempo. Uno de los más poderosos es el sesgo por interés personal: tendemos a pensar que somos mejores que los otros. La mayoría de la gente piensa que son conductores superiores a la media. Si preguntas a una clase de estudiantes si están por encima de la media en cuanto a inteligencia, la gran mayoría levantará sus manos. Incluso si preguntas a una persona que objetivamente está entre los peores en cualquier habilidad, tiende a decir que está por encima de la media. No todo el mundo puede estar por encima de la media, pero podemos tener la ilusión de que lo estamos.

Nos aferramos desesperadamente a esta ilusión incluso cuando hay una demoledora evidencia de todo lo contrario. Recolectamos toda la información que podemos encontrar para probarnos que estamos en lo cierto e ignoramos cualquier información que demuestre que estamos equivocados. Nos sentimos bien, pero ignoramos hechos cruciales. Como resultado, la gente más inteligente ignora la inteligencia de los demás y eso les hace sentir más inteligentes.

Ser inteligente puede tener un coste. Hacer preguntas complicadas, realizar la investigación y pensar cosas cuidadosamente lleva tiempo. Es incluso molesto. La mayoría de nosotros preferiríamos hacer cualquier cosa antes que pensar. Un estudio reciente reveló que cuando estás solo en una habitación, la gente prefería recibir descargas eléctricas que estar sentado tranquilamente y pensar. Ser inteligente puede molestar a la gente. Hacer preguntas difíciles puede hacerte rápidamente impopular.

La gente inteligente aprende rápidamente esta lección. En lugar de utilizar su inteligencia, simplemente se callan y siguen a la multitud, incluso si se encuentra cerca de un acantilado. A corto plazo, esto merece la pena. Se hacen las cosas, todo el mundo vive de una manera más fácil y la gente es feliz. Pero a largo plazo esto puede producir malas decisiones y establecer las bases de un desastre.

La próxima vez que me encuentre a mí mismo dándome golpes en la cabeza y preguntándome “¿por qué eres tan estúpido?”, intentaré recordarme que estoy atrapado en la misma situación que millones de otras personas: mi propia idiotez probablemente tenga una recompensa.

Mats Alvesson y Andre Spider son los autores de The Stupidity Paradox: the Power and Pitfalls of Functional Stupidity at Work.

Traducido por Cristina Armunia Berges

Publicado en el Diario. Post original aquí.

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“Emptiness”, la causa de que haya tanta estupidez en la empresa y en la educación

Mats Alvesson realiza una atinada radiografía de lo que va mal en nuestra sociedad. Buscamos lo que brilla pero nos olvidamos de las cosas relevantes.

Mats Alvesson, profesor de la School of Economics and Management de la universidad de Lund (Suecia)

En la sociedad actual hay un enorme énfasis puesto en la imagen, algo que se considera vital para tener éxito tanto en la vida privada como en la profesional. Sin embargo, ese deseo de brillar no pasa por hacer visibles nuestras cualidades, sino simplemente por vestir de forma atractiva una cáscara vacía. Como narra en The triumph of emptiness (Oxford) Mats Alvesson, profesor de la School of Economics and Management de la universidad de Lund (Suecia), en nuestra época la marca termina siendo más importante que el producto, la apariencia que la sustancia, la actitud más que la calidad del trabajo y la imagen más que la profesionalidad. El foco está puesto en la superficie y no en lo de dentro, lo cual está generando contradicciones llamativas.

Alvesson identifica tres ámbitos en los que ese deseo de ofrecer una imagen más refulgente de uno mismo funciona de modo habitual. El consumo es el primero de ellos, porque cada vez más nos definimos por los objetos que compramos y por los signos identitarios que éstos nos atribuyen. La formación es otro de esos campos de batalla en los que buscamos distinciones que nos hagan relevantes: todo el mundo trata de conseguir títulos prestigiosos, aunque luego tengan escasa validez práctica.

La perturbadora realidad

La empresa es el último de estos terrenos: allí palabras como ‘estrategia’ y ‘management‘ son muy importantes, aun cuando no sirvan de mucho en la actividad diaria de la compañía. El trabajo es un terreno paradójico, señala Alvesson, por varios motivos: en la medida en que todo el mundo quiere aparecer como alguien brillante, que aporta ideas e innovación, la mayor parte del trabajo, esa que tiene menos prestigio, se realiza deficientemente porque poca gente sabe hacerlo bien. En segundo lugar, ese perseguir las modas en la gestión puede ser efectivo como imagen, pero no genera casi nadie cree en ellas, y menos aún los directivos sénior.

En el ámbito laboral se produce, además, una utilización simbólicamente importante de este deseo de aparentar. Las redes sociales son cada vez más utilizadas por empleados y profesionales para ampliar a una escala mucho mayor lo que antes se denominaba hacer pasillo. Muchos de ellos llevan a cabo allí las actividades que antes tenían lugar en la máquina de café, a la hora de la comida o con la cerveza tras acabar el trabajo: darse importancia, meterse con los compañeros, alabar a los amigos, hacer la pelota, tratar de medrar. Alvesson, creador del término estupidez funcional, ha respondido a El Confidencial sobre este perturbador conjunto de actitudes.

PREGUNTA. No parece que tengamos muy claro que la formación más cualificada, los títulos más prestigiosos o el estatus profesional son un juego de suma cero. Nos comportamos como si fueran bienes ilimitados y al alcance de todo el mundo, y no es así. ¿Qué problemas nos genera?

RESPUESTA. Exageramos los buenos resultados que podemos conseguir y ponemos mucha energía, tiempo y esperanzas en alcanzar una buena vida, pero todo el mundo intenta hacer estas cosas en un mercado muy estrecho, el de la educación superior y de los buenos empleos, a veces cercano a cero. Por supuesto, muchas cosas tienen un valor intrínseco (la educación superior puede hacer a una persona más inteligente, conseguir que tenga un gusto más cultivado o mejorar sus intereses intelectuales) pero fundamentalmente es un terreno en el que el objetivo es superar a los demás. El estatus es un juego puro de suma cero. Un título es útil en el mercado de trabajo siempre y cuando no lo tenga todo el mundo. El aumento de estatus ocurre, por definición, a expensas de alguien.

P. En ese juego por aparentar, hay elementos que son más valorados que otros. La tecnología es uno de los principales. Dices en tu libro que un teléfono móvil, más que un objeto, es una oportunidad para convencerte a ti mismo y a los demás de que eres alguien sofisticado, que te manejas bien con la técnica y que además tienes un nivel adecuado de ingresos. ¿Por qué se ha convertido la tecnología en un elemento tan prestigioso en ese nivel chusco?

R. Las funciones más importantes de la tecnología, que son también las básicas, las puede usar cualquiera. Sin embargo, la primera persona que tuvo un teléfono móvil, que a lo mejor era alguien torpe y simple, se convirtió desde ese momento en una estrella a los ojos de muchas otras personas. Ahora la tecnología está disponible, sus campañas comerciales son muy potentes, las mejoras en los productos ocurren a menudo, y son objetos fáciles de comprar y de exhibir. Es un objetivo ideal para el capital simbólico, especialmente si lo comparamos con otras formas más relevantes de prestigio pero también más difíciles de realizar, como la formación, la erudición, la competencia profesional o la contribución positiva a la vida de otras personas.

P. Dice que las cuestiones más sustanciales las estamos relegando a la última fila, y prestamos más atención a lo que nos puede hacer brillar. Todo el mundo parece estar pendiente de dar la mejor imagen de sí… ¿Esta es la esencia de las carreras profesionales actuales?

R. En las cosas sustanciales (esto es, las cosas que podemos hacer, las que hacemos y las que conseguimos) es difícil tener éxito y más aún comunicarlo. Sin embargo, otros indicadores son mucho más sencillos de conseguir y visibilizar, como el título falso, el CV inflado, las certificaciones que no significan nada, el MBA u otra titulación sin mucho contenido o vender una imagen impresionante en Facebook, Twitter y otros medios de comunicación social.

P. Al igual que esos CEO que menciona en el libro, que siempre buscan la última novedad en management porque piensan que eso les hace brillar, nuestra sociedad parece estar siempre a la caza de la novedad. ¿Qué consecuencias genera para la empresa esta continua búsqueda de novedades?

R. En el tipo de vida que llevamos los tiempos se acortan, tenemos que hacer las cosas más rápido y somos cada vez menos capaces de hacer buenos juicios. De fondo, está ese gran ruido que hacen los medios y la presencia y la influencia de los expertos que nos venden sus soluciones. Con esta situación, hay un montón de personas vulnerables, que se mueven en la incertidumbre y que siempre están temerosas de perderse algo o de quedar mal. Esto conduce a adaptaciones demasiado superficiales de las cosas buenas y puede dañar a las empresas. Este tipo de actitud lleva a pensar, por ejemplo, que las mejoras a largo plazo no merecen la pena o a desechar soluciones útiles simplemente porque creen que han pasado de moda.

P. Dice en The triumph of emptiness que la mayor parte de la gente está preocupada por su supervivencia y que vive con distancia e incomodidad, cuando no cinismo, estas prácticas que obligan a dar una imagen grandiosa de uno mismo pero que se olvidan de lo esencial. Al final, todo el mundo está preocupado por aparentar, y casi nadie sabe hacer lo que tiene que hacer…

R. Las tareas esenciales todavía se siguen realizando y hay personas que las tienen que llevar a cabo. En particular los grupos más débiles, como mujeres, emigrantes o personas de clase trabajadora. Lo peculiar es que suele haber demanda de esta clase de trabajos, pero la mayoría de los jóvenes tienen ambiciones, tejidas a menudo a partir de imágenes poco realistas de sí mismos, y albergan la esperanza de desarrollar una carrera impresionante. Esto ha sido impulsado por la expansión de la educación, que tiene mucho más que ver con mantener a los jóvenes ocupados y cultivando el mito de la sociedad del conocimiento que con una realidad que les va a permitir llegar muy arriba. Por eso muchas personas que tienen que hacer trabajos menos prestigiosos se sienten infelices y frustradas: la promesa de convertirse en alguien grande en la sociedad del conocimiento es muy popular y se repite con frecuencia. Pero como algunos investigadores de EE.UU. han concluido, por cada puesto de trabajo bien remunerado en Microsoft hay tres personas que trabajan en McDonalds.

P. Pasarnos la vida compitiendo no por ser mejores profesionales, sino por tener una mejor imagen, ¿no hace nuestra vida diaria más exigente? ¿No genera una competencia mucho más intensa?

R. Sí, hacer un buen trabajo de imagen no es tan fácil, especialmente cuando tienes que hacerlo además de tu trabajo habitual. Contar con una buena imagen exige tiempo, dinero y estar haciendo siempre muy atento a lo que sucede y a lo que otros hacen.

P. ¿L a educación superior sigue siendo una buena opción para encontrar un puesto de trabajo o está funcionando sólo como una manera de que estudiantes y padres se endeuden para obtener un título que nunca va a ser útil?

R. Por supuesto, la realidad es una mezcla de ambas cosas, pero cada vez está más cerca del segundo aspecto. A veces se puede usar el título para tener mejores posibilidades en el mercado laboral, pero muchos de los trabajos disponibles hoy no requieren educación superior. Lo cierto es que la titulación universitaria está en declive, porque muchos cursos carecen de un contenido académico real, y hay mucha sobrecualificación de estudiantes con interés y habilidades limitadas. Por supuesto, todavía hay excepciones, y algunos sectores profesionales están ofreciendo buenos trabajos en línea con la formación recibida.

P. La creciente competencia entre universidades y escuelas de negocios es curiosa porque sólo están pendientes de estar mejor situadas en los rankings, pero no de ofrecer educación de mayor calidad. Los profesores, por ejemplo, producen papers masivamente, aunque no tengan calidad.

R. Sí, es parte de la tendencia general de abandonar lo sustancial y apostar por la imagen. El papeleo y el trabajo administrativo a veces luce mucho, especialmente si, como ahora, no se percibe como burocrático, sino que se describe en términos grandiosos como performance management, control de calidad, gestión estratégica de recursos humanos, etc.

P. ¿Nos pasamos el día comparándonos con los demás? ¿Hay una presión constante para dar una imagen de nosotros mismos mejor que la de los otros?

R. A medida que la economía se mueve desde la producción y la satisfacción de las necesidades hacia la persuasión y los bienes posicionales, las comparaciones con otros se convierten en el centro de nuestra vida y son cada vez más intensas.

P. ¿La utilización de estas tácticas de posicionamiento termina por provocar mucha desconfianza? ¿Cada vez nos creemos menos las cosas?

R. Ayuda definitivamente a la erosión de la confianza. Con la globalización, la gran oferta de medios de comunicación, la multitud de fuentes de información, de instituciones y de tareas que tenemos es muy difícil obtener una buena visión de conjunto, por lo que, para comprender las cosas tendemos a fijarnos más en indicadores o trucos, como el branding. Pero esta tendencia genera desconfianza y cinismo.

P. Hace más de 30 años, eran frecuentes las teorías que, a lo Christopher Lasch, señalaban que nuestra sociedad era demasiado narcisista. En estas últimas décadas, las cosas parecen haberse vuelto mucho peores, ¿no?

R. Sí, Lasch fue muy perspicaz. Durante estos años, la caída de lo sustancial ha generado personas cada vez más vulnerables y que sólo impulsan su autoestima a través de preocupaciones narcisistas.

Publicado en El Confidencial. Post original aquí.

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La “estupidez funcional”: la gran demandada en muchas empresas

por Valeria Sabater

Por mucho que nos cueste decirlo en voz alta, es una evidencia: a día de hoy la estupidez funcional sigue siendo el principal motor en muchas organizaciones. La creatividad no se aprecia, tener un pensamiento crítico es toda una amenaza para ese empresario que prefiere que nada cambie y que busca ante todo empleados dóciles.

Somos conscientes de que en nuestro espacio hemos hablado en más de una ocasión sobre el gran capital humano que puede ofrecer un cerebro creativo a una organización. Sin embargo, pensar de modo diferente, siendo más libre y conectado a nuestras intuiciones, a veces, es más un problema que una ventaja en nuestros entornos laborales.

Es duro decirlo. Sabemos, no obstante, que cada organización es como una isla peculiar con sus propias dinámicas, sus políticas y sus climas internos. Habrá empresas que sean todo un ejemplo en innovación y eficacia. Sin embargo, a día de hoy, el pretendido cambio aún no se ha puesto en marcha. Las grandes corporaciones e incluso las pequeñas empresas buscan personas preparadas, no hay duda, pero también que sean manejables, solícitas y silenciosas.

La innovación basada en ese capital humano que nace de la mente abierta, flexible y crítica es todo un peligro. Lo es porque la dirección sigue viendo con temor las nuevas ideas. Porque nuestras organizaciones siguen basándose una envergadura estricta, en un esquema vertical donde la autoridad ejerce un control voraz. A su vez, también los compañeros de trabajo tienden a ver con incomodidad a esa voz que trae nuevas ideas, y que por tanto, les pone en evidencia al resaltar capacidades que ellos mismos no tienen.

Es una realidad compleja en la que deseamos reflexionar.

La estupidez funcional, la gran triunfadora

Mats Alvesson, profesor de la “School of Economics and Management” de la Universidad de Lund (Suecia) y Andre Spicer, profesor de comportamiento organizacional, han escrito un libro muy interesante sobre el tema titulado “The Stupidity Paradox”. Algo que todos sabemos es que vivimos en una actualidad donde palabras como “estrategia” o “management” tienen mucho peso.

Se aprecian competencias basadas en la creatividad o en el “Mental System Management” (MSM), pero de valorar a permitir que se apliquen es otro cosa bien distinta, de hecho, se extiende todo un incómodo abismo. Porque la innovación es demasiado cara, porque siempre será mejor ajustarse a lo que ya funciona en lugar de arriesgarse a probar lo que aún no se conoce. Todo ello abona una realidad tan cruda como desaladora: la economía basada en la innovación, la creatividad y el conocimiento es más un sueño que una realidad patente.

A su vez, hay que tener en cuenta otro aspecto. La persona brillante y bien formada también es alguien necesitada de un empleo. Al final, asumirá tareas rutinarias y poco prestigiosas porque la resignación y la asunción de la estupidez funcional es básica para mantener el trabajo.

No importará tu formación, tus ideas o tus fabulosas competencias. Si levantas la voz, aparecen al segundo tus depredadores: directivos y compañeros menos brillantes y creativos que te pedirán silencio en el interior de ese rebaño de blancas ovejas. Porque los pones en evidencia, porque tus ideas romperían la “férrea cadena de montaje” basada muchas veces, en perpetuar la propia mediocridad.

No lo hagas, no te conviertas en un estúpido funcional

Es posible que la propia sociedad no esté preparada para recibir a tanta gente formada o capaz de ofrecer un capital humano alternativo: más crítico, dinámico, creativo. Ni la demanda se relaciona con la oferta ni las empresas son receptivas a esa chispa basada en la innovación. La estupidez funcional se cristaliza porque “no tenemos más remedio” que aceptar lo que sea para llegar a fin de mes.

Ahora bien, la estupidez funcional que impera en muchas de nuestras estructuras sociales está habitada como ya sabemos, por profesionales competentes y brillantes pero terriblemente desaprovechados. Todos nosotros podríamos dar muchísimo más si las condiciones fueran favorables.

Sin embargo, nos diluimos por completo en esta supuesta imbecilidad para sostener un sistema que se mantiene, que sobrevive, pero que no avanza. Y esto, no es un buen plan. No lo es porque en este contexto nos sentimos frustrados, y ante todo, infelices.

Problemas en los que reflexionar

Mats Alvesson y André Spicer, autores del libro antes citado, The Stupidity Paradox, nos indican que hay cuatro aspectos que vertebran este problema:

  • Buscamos agradar a quien tiene el poder en la organización.
  • Tenemos la necesidad de no provocar problemas y de no decir a ciertas personas cosas que no desean oír.
  • El tercer problema es que, muchas veces, ser un “estúpido funcional” hace que todo nos vaya más o menos bien: mantenemos el trabajo y somos aceptados.
  • El cuarto problema es evidente: la inmensa mayoría de los trabajos actuales demandan esta característica. Si deseas ascender y aún más, conservar tu trabajo, es mejor ser solícito, servicial y no cuestionar lo que se lleva a cabo.

Muchos definen nuestra sistema actual como una economía basada en la innovación, la creatividad y el conocimiento. Sin embargo, podríamos decir casi sin equivocarnos que solo un 20% lo está poniendo en práctica. ¿Qué ocurre entonces con todos esos cerebros brillantes? ¿Con tantas personas dispuestas a dar lo mejor de sí?

Posibilidades y cambios

Nos pasamos gran parte de nuestra vida escolar y académica buscando nuestro “elemento”, que diría Sir Ken Robinson, esa dimensión donde confluyen nuestras aptitudes naturales y las inclinaciones personales para que al final, llegado el momento de entrar al mundo laboral, todo falle. La rendición no es buena, convertirnos en una pieza más de un motor decimonónico y discriminatorio no hará que las cosas cambien.

Tal vez, el cerebro creativo también deba entrenarse en valentía y en iniciativa. En asumir riesgos y salir de estos círculos caducos para crear nuevas empresas capaces de ofrecer servicios innovadores a una sociedad cada vez más demandante. Los grandes cambios no llegan de un día para otro. Sino con el rumor cotidiano, con ese crujido lento pero constante que precede siempre a la apertura de algo nuevo e imparable.

Imágen principal “Tiempos modernos”, Charles Chaplin (1936)

 

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La paradoja de la Estupidez

Por Isabel Carrasco González

Mats Alvesson André Spicer en “The Stupidity Paradox. The Power and Pitfalls of Functional Stupidity at Work” plantean que lejos de ser centros de conocimiento intensivo la mayor parte de las principales organizaciones actuales se han convertido en máquinas generadoras de  estupidez. En ellas se puede contemplar cómo personas inteligentes dejan de pensar y empiezan a hacer cosas estúpidas: dejan de hacer preguntas, no razonan sus decisiones y no prestan atención a las consecuencias de sus actos. En lugar de pensamiento complejo se dedican a ofrecer jergas superficiales, afirmaciones agresivas o visión de túnel. La reflexión, el análisis cuidado y el pensamiento independiente decaen. Las ideas y prácticas  idiotas son aceptadas como válidas y con frecuencia recompensadas, penalizando a los que se atreven a manifestar sus reparos. El resultado es que la falta de reflexión se ha adueñado del modo de trabajar de las organizaciones en la actualidad.

Una cuestión que inquieta a los autores es cómo puede explicarse el hecho de que las organizaciones que emplean tantas personas supuestamente  inteligentes pueden albergar tanta estupidez. Una conclusión a la que han llegado es que esto ocurre porque trabajan pensando sólo en el corto plazo. Al evitar el pensamiento reflexivo las personas simplemente siguen con su trabajo. Si se hacen demasiadas preguntas alguien puede molestarse y nos podemos distraer. Si no pensamos podemos encajar y seguir adelante. En ocasiones parece que tiene sentido ser estúpidos ya que parece que vivimos una época en la que un cierto tipo de estupidez ha triunfado.

El problema surge porque aunque un cierto grado de estupidez puede parecer que funciona bien en el corto plazo puede conducir a grandes problemas a largo plazo.

La crisis financiera que comenzó en 2008 se puede considerar como un testamento de la estupidez que se había asentado en el corazón de las sociedades basadas en el conocimiento. Si reflexionamos sobre lo que sucedió podemos ver que los bancos contrataron a personas extremadamente inteligentes que empezaron a utilizar sus impresionantes, pero mal enfocadas habilidades para desarrollar complejos modelos que pocas personas podían entender. El glamour de la ingeniería financiera creó un sentimiento de esperanza y entusiasmo y los inversores dejaron de plantear preguntas y empezaron a creer sin reflexionar. El resultado fue un sistema financiero que nadie podía comprender bien pero que tampoco se atrevían a cuestionar. Al comenzar a agrandarse la distancia entre lo que los modelos predecían y lo que los mercados hacían los problemas comenzaron a amontonarse hasta que estallaron en forma de crisis económica global.

El camino hacia esta crisis nos muestra la paradoja de la estupidez en acción: personas inteligentes que terminaron haciendo cosas estúpidas en el trabajo. A corto plazo parecía que todo iba bien porque se obtenían resultados pero a largo plazo sentó los fundamentos para el desastre.

Para que encuentren un lugar en este mundo de conocimiento intensivo se aconseja a los jóvenes que construyan su capital intelectual a través de años de una cara educación y de numerosas experiencias exóticas y a las organizaciones que para ganar la batalla por el talento en la economía del conocimiento  deben desarrollar estrategias inteligentes, construir sistemas inteligentes y nutrir su capital intelectual. Este celo extendido por primar la inteligencia parece estar basado en un solo mensaje: el destino de nuestras organizaciones, de la economía y de la vida laboral depende de nuestra capacidad para ser inteligentes. El conocimiento y la inteligencia parecen son reivindicados como  los recursos claves.

La realidad nos muestra que en lugar de propiciar una economía basada en el conocimiento la mayor parte de los países desarrollados están utilizando a sus ciudadanos para realizar trabajos de bajo nivel. Aunque se posea algún tipo de capital intelectual en forma de un título universitario existen muchas posibilidades de acabar en un trabajo que requiera exclusivamente educación no universitaria, pero que para acceder a él se exija esas cualificaciones de mayor nivel.

En la mayor parte de las organizaciones no se están utilizando todas las capacidades de sus profesionales porque éstos se dedican a tareas rutinarias y poco complicadas. La consecuencia de esto puede ser que aunque se encuentren en un contexto en el que existen posibilidades de ejercitar su intelecto con frecuencia tienden a evitarlo. En un estudio reciente realizado por psicólogos en la Universidad de Virginia halló que casi el 50% de las personas que entrevistaron estarían dispuestas a recibir electroshocks antes de sentarse y pensar durante un tiempo de 6 a 11 minutos. Este aborrecimiento del pensamiento independiente es también común en el ambiente laboral. Los directivos con frecuencia procuran no pensar por sí mismos y se dejan deslumbrar y se muestran entusiasmados por ideas llamativas.

Si queremos entender la razón por la que las personas supuestamente  inteligentes “compran” ideas estúpidas y con frecuencia son recompensadas al hacerlo tenemos que analizar el rol que juega la estupidez funcional. Ésta es la inclinación a reducir nuestra amplitud de pensamiento y centrarnos únicamente en los aspectos técnicos del trabajo. Hacemos nuestro trabajo correctamente pero sin reflexionar sobre su propósito o sobre un contexto más amplio. Supone un intento organizado de impedir que las personas piensen seriamente sobre lo que hacen en su trabajo. Cuando las personas son dominadas por la estupidez funcional continúan siendo capaces de realizar su trabajo pero dejan de hacer preguntas sobre el mismo. En lugar de una reflexión rigurosa se obsesionan con las apariencias superficiales, dejan de hacer preguntas y comienzan a obedecer las órdenes sin cuestionarlas nunca, no piensan en los resultados ya que se centran en las técnicas para hacer las cosas, que con frecuencia tienen como objetivo crear la impresión adecuada. Las personas inmersas en la estupidez funcional se convierten en expertas en hacer cosas que tienen “buena pinta”.

En la mayor parte de las ocasiones no son los “tontos” los que hacen las cosas más estúpidas, algunas de las cosas más llamativas y problemáticas las hacen personas inteligentes. Muchas de estas estupideces no son consideradas como tal y por el contrario son consideradas normales y en muchos casos hasta son aplaudidas.

Es necesario ser relativamente inteligente para ser un estúpido funcional ya que se necesita utilizar alguna parte de nuestra capacidad cognitiva. Pero una vez que estamos bajo “las garras” de la estupidez funcional evitamos pensar mucho sobre lo que estamos haciendo, sobre la razón por la que lo hacemos y sobre sus implicaciones potenciales. Al seguir el camino marcado esperamos evitar castigos y preocupaciones que se pueden derivar de las desviaciones, eludimos la carga que supone el tener que pensar mucho y posiblemente molestar a alguien al hacer preguntas complicadas  y con frecuencia obtenemos recompensas al actuar de este modo.

Las organizaciones fomentan la estupidez funcional de diversas maneras, como por ejemplo algunas cuentan con culturas que enfatizan la necesidad de estar orientados a la acción: “ ¡Hazlo¡” no es un eslogan de marketing sino una orden en ellas. Cuando las personas terminan obsesionándose con recetas que “conducen al éxito” y en la acción por la acción se liberan de la carga de tener que considerar las implicaciones de sus acciones.

El clausurar parte de nuestra mente en el trabajo puede parecer una mala idea pero con frecuencia produce grandes beneficios ya que cuando la estupidez funcional se asienta los profesionales se liberan de la exigente necesidad de utilizar todos sus recursos intelectuales.  También puede ser beneficiosa aparentemente para toda la organización ya que al ignorar muchas de las contradicciones, incertidumbres y demandas ilógicas que son abundantes en el mundo laboral las personas se pueden asegurar que las cosas marchan de forma relativamente suave. Con frecuencia preferimos conformarnos a afrontar la verdad incómoda.

Pero aunque la estupidez puede parecer que es conveniente en determinadas circunstancias tienen también sus inconvenientes: cuando las personas empiezan a ignorar las contradicciones, evitan el razonamiento reflexivo y dejan de plantear preguntas inquisitivas comienzan también a pasar por alto los problemas. De esta forma en el corto plazo estaremos tranquilos pero a largo plazo los problemas se habrán amontonado. Cuando esto ocurre el abismo entre la realidad y la retórica no se puede negar lo que desencadena un profundo sentimiento de desilusión en los profesionales que pierden su sentido de compromiso con la organización, pudiendo extenderse a los grupos de interés con la consiguiente pérdida de confianza en la organización.

Existe una consecuencia todavía más peligrosa de la estupidez funcional que va más allá de la desconfianza que genera y es que en ocasiones puede crear las condiciones para que surjan crisis o desastres mayores. Esto ocurre cuando los pequeños problemas   se amontonan, se conectan y crean otros problemas malignos que son imposibles de ignorar. Un ejemplo lo tenemos con la crisis financiera de 2008.

La estupidez funcional no es sólo un camino de un sentido hacia el desastre, sino que puede desencadenar cambios profundos. Cuando los costes de ignorar los problemas se convierten en demasiado elevados las personas tienden a empezar a reflexionar sobre sus creencias, a preguntarse por qué están haciendo las cosas de una determinada manera y a considerar las implicaciones de sus actos. Cuando esto comienza a pasar ya no se dedican a evitar las preguntas complicadas, sino que se enfrentan a ellas y en lugar de buscar consensos seguros empiezan a interesarse por plantear conversaciones en las que surja la disensión y la bruma de inconsciencia colectiva se va disipando.

La estupidez funcional es, pues, una paradoja ya que, como hemos visto,  simultáneamente puede ser útil y perjudicial. Tiene sus lados buenos y malos. Por ejemplo una visión excesivamente optimista puede significar que los profesionales en una organización muestren una actitud muy positiva   y se sientan comprometidos con su trabajo. Al mismo tiempos implica que pasan por alto cosas negativas que les pueden llevar a cometer errores que pueden tener que pagar muy caro. Lo que parecía funcional se puede convertir en realmente estúpido.

Existen tres aspectos destacados, como estamos viendo,  de la estupidez funcional:

1.- Ausencia de reflexión. No pensar en nuestras creencias. Surge cuando dejamos de hacernos preguntas sobre las mismas y aceptamos lo que piensan las demás personas y consideramos las reglas, rutinas y normas que nos imponen como algo natural ya que “las cosas son así”. Los miembros de la organización no se cuestionan esas creencias tradicionales aunque piensen que son estúpidas. Un estudio de Robert Jackal sobre la vida en grandes corporaciones norteamericanas encontró que los mandos intermedios con frecuencia vivían en un universo moralmente ambiguo: no cuestionaban  sobre las creencias que dominaban en sus empresas aunque las considerasen moralmente repugnantes y si querían ascender a puestos más elevados debían seguir unas reglas simples:

a).- No puentear al jefe.

b).- Decir al jefe lo que quiere oír cuando diga que quiere escuchar opiniones discordantes.

c).- Si el jefe quiere que dejemos de hacer o de plantear algo lo hacemos.

d).- Estamos atentos a los deseos del jefe y nos anticipamos a ellos.

e).- Nuestro trabajo no consiste en informar sobre algo que el jefe no quiere que se informe, sino que consiste en ocultarlo. Hacemos lo que el trabajo requiere y mantenemos la boca cerrada.

2.- Ausencia de justificación. No preguntarnos por qué hacemos algo. Una regla es una regla y se debe seguir, aunque nadie tenga claro cuál es la razón de su existencia. Las preguntas sobre cuál es la razón para hacer algo son ignoradas, o desechadas aludiendo al rango (el Director general lo quiere así), convenciones ( siempre lo hemos hecho así) o tabúes( nunca podremos hacer eso).

3.- Ausencia de un razonamiento significativo. No considerar las consecuencias o el significado de nuestras acciones. Las personas dejan de preguntarse cuáles son las consecuencias principales de nuestras acciones y lo que implica y se centran aspectos tan limitados sobre cómo se tiene que hacer algo en lugar de si se debe hacer o no. En muchos casos plantear dudas es considerado como un suicidio profesional, por lo que si se quiere sobrevivir hay que “seguir el juego” lo que puede significar decir una cosa y hacer la contraria.

La estupidez funcional puede presentarse de diferentes formas:

a).- Bloqueando el razonamiento. Las personas se encierran en un patrón mental. Sus objetivos están marcados.

b).- Mostrando una falta de motivación para utilizar nuestras capacidades cognitivas. Con frecuencia implica una falta de curiosidad. Los rasgos de personalidad pueden jugar un papel en estos casos. Por ejemplo las personas con bajos niveles de “apertura a experiencias” encontraran difícil e incómodo pensar en asuntos que son nuevos para ellos. Al igual que los rasgos las identidades pueden actuar limitando la motivación de las personas de pensar más allá de unos límites. Su auto-imagen como “hombre de la organización” o “buen profesional” puede constreñir un pensamiento más abierto e impedir que se planteen cuestiones que puedan suponer una amenaza del sentido que tienen sobre lo que son. La identidad puede motivarnos a considerar determinadas cosas pero puede desmotivarnos a utilizar todas nuestras capacidades intelectuales.

c).- Fomentando la ausencia de razonamiento emocional. En un extremo significa la incapacidad de comprender un amplio abanico de emociones. Con mayor frecuencia lo que ocurre es que nos anclamos en una emoción particular. Por ejemplo si somos los orgullosos “inventores” de un producto podemos resistirnos a explorar sus posibles defectos. La ansiedad en el trabajo y la inseguridad personal pueden también reforzar el temor a pensar. Las preocupaciones por las emociones negativas que se pueden despertar por pensar de forma distinta y creativa pueden llegar a inducir también la estupidez. En muchas ocasiones evidentemente las personas van a pensar pero no van a compartir sus reflexiones con los demás.

d).- Aferrándose a restricciones morales. Se presenta cuando el apego a unos determinados valores limita el pensamiento, ya que vamos a rechazar las ideas que pensemos pueden ir en contra de los mismos. Si, por ejemplo, una organización concede un gran valor a la lealtad las personas pueden llegar a evitar pensar por sí mismos. Si la lealtad domina el ser un buen “jugador” de equipo puede ser considerado como una obligación moral. El miedo a las desviaciones puede producir la compulsión moral de no pensar mucho más allá de unos límites intelectuales estrechos.

La mayor parte del tiempo estos aspectos de la estupidez funcional trabajan al unísono. Por ejemplo podemos tener las capacidades cognitivas a nuestra disposición pero carecemos de la motivación, del estímulo emocional y de la inclinación moral para hacer esa pregunta complicada.

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Publicado en Hablemos de Liderazgo. Post original aquí.
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